Significar el pueblo.
¿Se puede representar a la mayoría social?
Signifying the People. Can the Social Majority be represented?
Roberto Gil Hernández
Universidad de La Laguna
Palabras clave Pueblo |
Resumen: El pueblo suele enunciarse como algo inmutable. Con demasiada frecuencia desde las ciencias sociales se asume que esta noción se refiere a la mayoría social como si esta conformara una unidad. Sin embargo, detrás de esta visión homogénea de la realidad se esconden modos de discurso que legitiman la estructura de clases. En este texto reflexiono sobre la utilidad política de apelar al pueblo a través de la revisión de algunos de los presupuestos teóricos más sugerentes del pensamiento crítico contemporáneo. Desde un enfoque postmarxista y psicoanalítico defino lo popular como un «significante vacío» que vuelve imposible su identificación total. A su vez, también planteo que su incompletitud no niega el potencial emancipador de los grupos oprimidos cuando la idea de pueblo se sostiene en su experiencia simbólica y material. Concluyo afirmando que el antagonismo en que se fundan nuestras sociedades aún hace viables formas de autorrepresentación basadas en los presupuestos de otra identidad popular. |
Keywords People |
Abstract: The People is usually enunciated as immutable. Too frequently it is assumed that this notion refers to the social majority as if it was a unit. Behind this homogeneous view of reality, however, are hidden modes of discourse that legitimise the class structure. In this text I reflect on the political value of referring to the People by reviewing some of the most suggestive theoretical assumptions of contemporary critical thought. From a post-marxist and psychoanalytical approach, I define the popular as an «Empty Signifier» that makes its total identification impossible. At the same time, I also argue that its incompleteness does not deny the emancipatory potential of oppressed groups when the idea of the People is sustained by their symbolic and material experience. I conclude by affirming that the antagonism on which our societies are founded still makes viable forms of self-representation based on the assumptions of Other Popular Identity. |
* Correspondencia a / Correspondence to: Roberto Gil Hernández. Universidad de La Laguna. Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación. Departamento de Sociología y Antropología. Campus de Guajara (38000 La Laguna) – rgilhern@ull.edu.es – https://orcid.org/0000-0003-4905-6550.
Cómo citar / How to cite: Gil Hernández, Roberto (2025). «Significar el pueblo. ¿Se puede representar a la mayoría social?». Papeles de Identidad. Contar la investigación de frontera, vol. 2025/1, papel 324, 1-15. (https://doi.org/10.1387/pceic.26678).
Fecha de recepción: junio, 2024 / Fecha aceptación: enero, 2025.
ISSN 3045-5650 / © UPV/EHU Press 2025
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Creative Commons Atribución 4.0 Internacional
«Ahora sabemos que la construcción del pueblo implica también la construcción de la frontera que el pueblo presupone»
Ernesto Laclau (2005, p. 193)
1. Introducción
En la actualidad, estudiar el modo en que se organizan nuestras sociedades se ha vuelto tan importante como la forma en que estas son representadas. Debido a ello, numerosas investigaciones en el ámbito de las ciencias sociales tratan de descifrar los significantes que ayudan a entenderlas. Me refiero, fundamentalmente, al uso que damos a términos con suficiente arraigo en nuestro lenguaje como para sustentar una interpretación de aquellos colectivos que conforman la mayoría social. Este es el caso, sin ir más lejos, de lo popular, un concepto que ha servido históricamente para nombrar la parte más numerosa de una sociedad, la cual suele identificarse también con la noción de pueblo[1].
Estas dos voces, lo popular y el pueblo, además de compartir una misma raíz etimológica, dan la impresión de poseer un destino idéntico. Ambas denominaciones son identificadas en base a su capacidad para apelar a la mayoría social. Por eso, al aludir a lo popular resulta común que dicho significante actúe como sinónimo de lo que entendemos por grupos subalternos o clase trabajadora[2]. Puede decirse, incluso, que ciertas visiones de lo popular, normalmente elitistas, han sucumbido a esta deriva totalizante, cuya supuesta homogeneidad es puesta a prueba cada vez que su significado es equiparado con su opresión.
En este artículo pretendo reparar en algunos de los planteamientos teóricos más sugerentes acerca de los usos sociales de lo popular. Asumiendo como punto de partida los límites que desestabilizan el discurso hegemónico sobre el pueblo, voy a poner a prueba la identificación que supuestamente existe entre lo popular y la mayoría social. A través del trabajo de autoras y autores imprescindibles para el pensamiento crítico contemporáneo, intentaré dar respuesta aquí a preguntas como: ¿hasta qué punto se ajustan las representaciones de lo popular a nuestra experiencia política? ¿Es posible contener en la noción de pueblo la heterogeneidad que caracteriza a la mayoría social? Y, lo que resulta aún más apremiante, ¿es realmente emancipador significar lo popular?
En un tiempo en que la idea de pueblo parece recobrar peso asociada en el contexto político a fenómenos tan controvertidos como el populismo[3], creo que es necesario dar respuesta a cuestiones como las que acabo de plantear. Ante el juego constante de reinterpretación de un término marcado por su propia polisemia, mi objetivo en este ensayo, inspirado en posiciones claramente posmarxistas y psicoanalíticas, es llevar a cabo una revisión teórica de planteamientos que considero indispensables para tomar posición en un debate urgente.
2. Lo popular, ¿un todo imposible?
Lo popular da la impresión de estar siempre en riesgo de «desaparecer». Así lo afirma George Didi-Huberman en Pueblos expuestos, pueblos figurantes (2012), donde detalla un fenómeno mucho más complejo que la búsqueda de «autenticidad» que atraviesa ciertas narrativas sobre la mayoría social. De esta manera, el autor advierte de la contingencia que caracteriza la enunciación del pueblo. Lo hace, fundamentalmente, a partir de las formas de exclusión que implica el uso de dicho concepto. Paradójicamente, Didi-Huberman señala que, «a quien se interrogue hoy sobre […] la exposición de los pueblos le parecerá en un principio una búsqueda imposible» (2014, p. 99), lo cual, de alguna forma equivale a aseverar que lo popular es irrepresentable como tal[4].
Todo ello sucede porque lo que se suele decir sobre el pueblo desde posiciones de poder tiende a considerar su realidad como algo homogéneo. Además, otra característica de esta mirada sobre lo popular es la opresión que sufren quienes son definidos por dicha categoría. Por eso representar a la mayoría social casi siempre requiere de la mediación de otros grupos que sí están en condiciones de decretar su existencia ontológica. Haciendo gala de sus vínculos con el marxismo clásico, esta manera de entender al pueblo reproduce la máxima que Karl Marx plantea en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1972/1852), cuando admite que sus miembros «no pueden representarse, sino que tienen que ser representados» (ibid., p. 134). Desde esta perspectiva lo popular solo sería inteligible para la élite que tiene acceso a las formas de conocimiento legitimadas para hacerlo, habitualmente basadas en la estadística o en ciertos tipos ideales. De ahí que el pueblo termine por ser concebido como una totalidad indiferenciada que se extiende por la base de la estructura social.
Esta es la razón por la cual la imagen común que tenemos del pueblo suele estar fetichizada[5]. La paradoja reside, como afirma de nuevo Didi-Huberman, en que desde estas posiciones de poder «se dirige a los pueblos, como destinatarios fascinados, una representación a la que no tienen derecho como sujetos» (2014, p. 55). Y así operan la mayoría de las retóricas que establecen cuáles son las manifestaciones de regularidad que encarna lo popular. De hecho, desde este punto de vista es usual dar por buena la subsunción de su heterogeneidad bajo la supuesta unidad que simboliza el pueblo. La multitud de lo popular es entendida entonces como expresión de algo que solo puede ser enunciado como conjunto, tal como ocurre con nociones de gran arraigo en el mundo actual, como la idea de nación. No obstante, lo popular trasciende cualquier intento de acotar un escenario que ha sido totalizado a partir de las coincidencias que, a priori, describen sus partes. Incluso cuando invocamos al pueblo como unidad, a lo que nos estamos refiriendo es al lugar que sus miembros ocupan en la estructura de clases. La contingencia que implica identificarse con lo que creemos que nos es común supone la constatación del conflicto inextinguible en que se funda nuestra experiencia en el capitalismo[6].
En resumen, el problema al hablar de lo popular reside en la escisión que representa como significante de un todo imposible. Más allá de cualquier intento de capturar la «esencia del pueblo»[7], lo que excede sus límites es, en realidad, su potencia, el vacío que conlleva lo popular cuando es representado como algo inmutable. Por eso es tan difícil establecer los componentes de ese conglomerado que denominamos el pueblo. Ni siquiera lo han logrado narrativas modernas de tan hondo alcance como el nacionalismo, el comunismo o el neoliberalismo. Y es que, si hay algo que caracteriza a lo popular es esa «lengua de la exclusión que funda al mismo tiempo su singular irreductibilidad» (Didi-Huberman, 2014, p. 215).
3. El pueblo, un significante vacío
El vacío inherente a esta visión de lo popular no implica que sea infructuoso cualquier intento de representar a la mayoría social. Asumir que la única tradición posible para los grupos subalternos es la forjada en su discontinuidad supone renunciar al esencialismo a que conduce toda teleología, pero no al compromiso con su emancipación. Como es sabido, el marxismo clásico ha descrito una deriva esencialista al sostener que la clase trabajadora es «la clase revolucionaria [(…) que] lleva el futuro en sus manos» (Marx y Engels, 2019/1848, p. 63). Asumir tales posiciones aumenta el riesgo de desactivar su fuerza transformadora, pues estas presuponen que la experiencia de clase es exclusiva y excluyente con respecto a otras manifestaciones de dominación[8]. Así pues, aunque es cierto que en mi perspectiva la lucha de clases ya no es el único motor de la historia, también lo es que la imposibilidad de representar a la mayoría social como un todo se ha convertido en su mayor potencia.
En este sentido, considero que apelar a lo popular solo es emancipador cuando se atiende a la multiplicidad que caracteriza la experiencia de la mayoría social. Por eso afirmo aquí que el pueblo es un significante vacío, porque pienso que la realidad a la que dicho término alude no puede ser representada a través de un solo significante cuyos significados son inalterables. Como argumenta Ernesto Laclau en La razón populista (2005), el pueblo es «un significante sin significado» que forma parte de nuestras estructuras de lenguaje porque se materializa como resultado de un proceso de «subversión del signo» (2005, p. 137). Esto es así porque la enunciación de lo popular supone un trabajo de selección de algunos elementos que conforman la realidad social, pero también un proceso de exclusión de otros factores sin los que sería impensable su definición. Al trazar la línea que divide lo que se considera el pueblo y lo que no, quedan por fuera numerosos grupos que también forman parte de su contexto. Y las cosas se complican todavía más cuando esta descripción hace uso del sentido consuetudinario que suele aplicarse a la idea de lo popular. Si el pueblo convoca únicamente a la población que se ubica en la base de la estructura de clases, sus élites políticas y económicas también deben quedar al margen de su enunciación.
Por todas estas razones, el concepto de lo popular se adecúa a la explicación de lo que, según Laclau, constituye un significante vacío[9]. En Emancipación y diferencia (1996), el autor plantea que «un significante vacío sólo puede surgir si la significación, en cuanto tal, está habitada por una imposibilidad estructural» (ibid., p. 70). A lo que hay que añadir que dicho contexto debe ser significado «como interrupción (subversión, distorsión, etcétera) de la estructura del signo» (ibid., p. 70). En definitiva, el pueblo encarna, en su siempre problemática representación, los propios límites del vacío que lo constituye. Pero, también se materializa como el germen que instiga su transformación. Citando, una vez más, a Ernesto Laclau se puede concluir que, pese a la imposibilidad a que nos conducen los significados del significante pueblo, este no constituye solamente «una expresión ideológica», sino también una «relación real» (2001, p. 97).
Para concretar esa relación real que sutura la imposibilidad fundante de lo popular es necesario acudir a otra noción recurrente para las ciencias sociales: la de discurso. Michel Foucault la desarrolla en La arqueología del saber (2006/1969) para ilustrar cómo se producen socialmente ciertos efectos de verdad a partir de elementos y relaciones de carácter lingüístico. El propio Foucault afirma que «lo que se ha descrito con el nombre de formación discursiva son, en sentido estricto, grupos de enunciados […] que están ligados entre sí» (ibid., pp. 194-195). No obstante, esta definición de discurso resulta problemática porque Foucault establece su exterioridad al definir la existencia de prácticas no discursivas. El filósofo señala el papel que cumple lo no discursivo en «instituciones, acontecimientos políticos, prácticas y procesos económicos» (ibid., p. 232). Pero no repara en la forma en que esta negación opera en el contexto en que emerge el discurso como tal.
Ante esta falta de concreción, Chantal Mouffe y Ernesto Laclau hacen algunas precisiones a la noción foucaultiana de discurso. En Hegemonía y estrategia socialista (2001/1985), estos pensadores plantean la dificultad de reducir las formaciones discursivas al dominio lingüístico, como pretende Foucault. Laclau y Mouffe consideran que lo no discursivo no es sinónimo de la ausencia total de significación. Por el contrario, el discurso sólo existe como limitación parcial de los excesos de sentido que son inherentes a cualquier trabajo de enunciación. Es más, como se ha visto, todo orden significante posee la capacidad de subvertir su propio sentido. A diferencia de Foucault, para Laclau y Mouffe los discursos son «prácticas articulatorias que constituyen y organizan las relaciones sociales» conforme a una ilusión de «totalidad estructurada» (ibid., pp. 132 y 144). Estos poseen, además, una materialidad específica que se sustancia en la posición diferencial que los distintos grupos sociales ocupan en la estructura de clases. De manera que, bajo la influencia del psicoanálisis, ambos afirman que los límites de cualquier formación discursiva son los que hacen posible, paradójicamente, su fuerza transformadora.
En cualquier caso, las formaciones discursivas son indispensables para entender cómo se articula lo popular. Hasta cierto punto, este tipo de planteamientos pretenden naturalizar la forma en que se concibe el significado del pueblo. En otras palabras, tales discursos son autorreferenciales, pues se legitiman a sí mismos y a la ideología que los hace posibles. Apelar a la mayoría social a través del concepto de lo popular es una práctica significante que privilegia determinados valores y conocimientos sobre nuestro mundo social. Las representaciones hegemónicas del pueblo se suelen apoyar en los preceptos del positivismo para hacer valer su primacía ideológica mientras ocultan las relaciones de poder en que estas se basan. Sin recurrir a la autoridad de este tipo de discursos, normalmente legitimados por manifestaciones del poder político, no se puede entender la visión que hoy se tiene de lo popular. De hecho, determinadas formas de gobierno, modalidades de conocimiento y fundamentos estéticos solo operan a través de estos grandes relatos sobre cómo debe ordenarse nuestra realidad. Pero esta visión totalizante no es, ni mucho menos, la única que existe sobre lo popular.
En Discourse, ideology... (1993), Trevor Purvis y Alan Hurt tratan de demostrar analíticamente que el cambio social es viable desde lo popular. Para estos autores siempre existe la posibilidad de abrir nuevos espacios de pensamiento y acción política con capacidad de socavar las formaciones discursivas dominantes. Desde su punto de vista, se puede «avanzar en un proyecto de contrahegemonía» basado en la reivindicación del valor político «de los movimientos sociales populares» (Purvis y Hurt, 1993, p. 484). Ahora bien, para lograrlo conviene ser consciente de cómo operan los discursos de poder que apelan al pueblo, así como poner atención en el papel que cumple en ellos la ideología. En este sentido, existe cierta tendencia en ciencias sociales a concebir la ideología como sinónimo de discurso. Dicha asociación tiene su origen en una obra que sintetiza la concepción todavía imperante de ambos términos. Se trata de Ideología y utopía (1993/1929), de Karl Mannheim, un trabajo que reflexiona sobre el idealismo en que se inspiran las dicotomías a que remiten ambos conceptos.
Mannheim describe la ideología como sinónimo de perspectiva y la presenta como producto de un proceso inevitable de desintegración social. En sus propias palabras, la ideología «ordena los mismos hechos de la experiencia en sistemas diferentes de pensamiento y hace que se les perciba a través de diferentes categorías lógicas» (ibid., p. 91). Lo que el sociólogo plantea es que nuestra perspectiva de la realidad depende de la posición que cada cual ocupa en la estructura social. Las tesis de Mannheim están íntimamente influidas por el marxismo y su interpretación de la ideología como alienación. Según el planteamiento de Marx y Engels en La ideología alemana (1974/1932), la ideología es resultado de las «ideas falsas acerca de sí mismos» que los seres humanos se forjan «sobre lo que son o debieran ser» (ibid., p. 11). De ahí que, «en toda ideología los hombres y sus relaciones aparezcan invertidos como en una cámara oscura» (ibid., p. 25).
Debido al carácter problemático de esta noción para la tradición marxista, Louis Althusser hace algunas precisiones al respecto en Elementos de autocrítica (1975). Concretamente, el filósofo sostiene que el significante ideología posee al menos dos significados. El primero remite a «una categoría filosófica» que induce a pensar en ella, en línea con el marxismo clásico, como «ilusión o error» (ibid., p. 29). El segundo alude a la ideología como «concepto científico», pues tiene que ver directamente con el modo en que la misma impacta en la «formación de la superestructura» (ibid., p. 29). Para Althusser, sin embargo, el quid de la cuestión se encuentra en promover una crítica radical de la ideología que permita avanzar hacia una concepción de la misma que atienda a sus «funciones de clase».
Llegado hasta aquí, creo que es preciso recurrir a una de las interpretaciones más sugerentes que se han formulado sobre el concepto de ideología. Hablo de la aportación paradigmática que hace Slavoj Žižek en El sublime objeto de la ideología (2003/1989). Haciendo acopio de las tesis lacanianas sobre este término, el filósofo plantea que la ideología no puede reducirse al antagonismo de clase ni tampoco entenderse simplemente como falsa conciencia. El papel de la ideología «no es el de una ilusión que enmascare el estado real de las cosas, sino el de una fantasía (inconsciente) que estructura nuestra propia realidad social» (ibid., p. 61). La ideología para Žižek, como el sujeto para Lacan, está en falta[10]. Por eso no puede considerarse que sea un error ni tampoco un producto exclusivo de nuestras condiciones materiales e históricas. Nuestra visión del mundo es ideológica no porque sea «falsa», sino porque funciona como una «fantasía». Lo que se «reconoce falsamente —insiste— no es la realidad, sino la ilusión que estructura la realidad» (2003/1989, p. 61).
Asumir que la ideología atraviesa de lleno la producción de lo popular tiene sus consecuencias. La más destacable implica dar por válido que la construcción del pueblo es un procedimiento en el que la fantasía, tal como la describe el psicoanálisis, resulta indispensable. Según Lacan, la fantasía «es aquello por lo cual el sujeto se sostiene a nivel de su deseo» (2013/1966, p. 606). Dicho de otra manera, la fantasía es una escena imaginada que representa el cumplimiento de un deseo que, en realidad, es irrealizable. En efecto, la mayoría de los casos la fantasía responde a un deseo de origen inconsciente. Luego, el propósito de la fantasía es simplemente incentivar su propia ilusión, así como la función del deseo es desear. La aceptación de estos planteamientos implica admitir que la experiencia política de la mayoría social no puede existir autónomamente. Para manifestarse como expresión de lo popular necesita de un discurso que organice el deseo que la instiga. De este modo, si las prácticas sociales y culturales que definen lo popular son fruto de la fantasía, ello se debe a que las mismas, en su modalidad hegemónica, resultan de extrema utilidad para encubrir las relaciones de poder que la hacen posible.
Esta es la causa por la cual la construcción de lo popular precisa de la activación constante de recursos simbólicos y materiales. Entre ellos se encuentra la fantasía como manifestación ideológica de la visión de mundo de los grupos que detentan el poder. Pero hay que insistir en que ello no significa que otras formas de entender la experiencia de la mayoría social no sean posibles. Recapitulando, la significación de lo popular siempre es efecto de una dialéctica basada en la afirmación y negación de lo que debe ser y no ser considerado dentro de sus límites, siempre ilusorios e incompletos. Por eso lo que queda en los márgenes del pueblo supone una amenaza para lo que ha sido convertido en su esencia por medio de sus representaciones hegemónicas. Ahora bien, si significar el pueblo todavía es útil políticamente, ello es debido a que, al hacerlo, se activa la fuerza del vacío que atraviesa su definición.
4. La materialidad de la mayoría social
Mediante la enunciación de la experiencia de quienes no son considerados parte del pueblo se pueden plantear diversas formas de resistencia. Debo insistir en el hecho de que cuanto ha sido excluido del discurso hegemónico sobre lo popular posee un alto valor político. Visto desde un enfoque dialéctico, lo que ocurre es que lo negado en la definición de lo popular encierra no solo la potencia que propicia su expulsión, sino también el germen de su transformación. Esta es la razón por la cual es perceptivo asumir su negatividad para superar el vacío a que conduce lo que queda en sus márgenes. Lejos de lo que suele pensarse, tales formas de exclusión no solo constituyen un factor limitante, sino que pueden estar al servicio de la emancipación. Así pues, frente a las representaciones totales y homogéneas de lo popular, es necesario reclamar también el papel por cumplir del antagonismo social.
Como ya han apuntado Mouffe y Laclau (2001/1985), el antagonismo es indispensable para que pueda haber hegemonía. No es posible pensar en lo que esta supone sin el trabajo constante de las clases dominantes para mantener el orden social. Según ambos autores, una formación hegemónica debe aspirar a contener, que no es lo mismo que incluir, cuanto se le opone, es decir, su negatividad. Aunque es cierto que, una vez que la hegemonía se materializa, esta depende de un precario equilibrio que «solo se consolida si logra constituir la positividad de lo social» (ibid., p. 236). La clave, entonces, pasa por reconocer que la diferencia, por sí misma, no genera ningún antagonismo. Para que las diferencias sociales se conviertan en relaciones de opresión es necesario que se activen formas de subversión de la experiencia a que estas conducen. Por eso, para hablar de la importancia de la negatividad en las representaciones de lo popular no basta con señalar la existencia de aquellos elementos que se encuentran al margen de su discurso hegemónico. Es necesario, a su vez, agudizar la contradicción que implica la distancia efectiva entre lo que ha sido positivado y, por tanto, goza de visibilidad, frente a lo que ha sido invisibilizado, condenado a la negatividad[11].
La articulación simbólica y material de este vacío es la brecha fundante de cualquier contradicción social. En sociedades capitalistas como las nuestras, ese antagonismo opera bajo su misma lógica, propiciando el desnivel que existe en la distribución material y simbólica de quienes detentan la hegemonía frente a quienes sufren opresión. Ahora bien, como ya he dicho, se puede combatir esa primacía oponiendo la experiencia de la mayoría social a la completitud que propugna su idea imposible de pueblo. Para lograrlo, es bueno traer a colación dos fenómenos indisociables de la propia noción de hegemonía. Me refiero a lo que Mouffe y Laclau denominan en su análisis efectos de frontera y de equivalencia. Al hablar de equivalencia, ambos filósofos aluden a una relación de negatividad sostenida en la subversión de los rasgos positivos de aquello que «no se es», promoviendo así su unidad desde la diferencia. Mientras tanto, los efectos de frontera hacen lo propio, pero centrados en el antagonismo que implica formar parte de una realidad ajena, desagregada. En sus propias palabras, «la lógica de la equivalencia es una lógica de la simplificación del espacio político, mientras que la lógica de la diferencia es una lógica de la expansión y la complejización» (Laclau y Mouffe, 2001/1985, p. 174).
Aplicada al ámbito de lo popular, este esquema supone una oportunidad inédita de alterar su definición. Para empezar, porque los efectos de frontera sirven para ahondar en el vacío que atraviesa al pueblo como espacio significante desde el punto de vista de la hegemonía, dejando expuesta, pese a sus deseos de totalidad, su deriva contingente. Por otra parte, la equivalencia es útil para lo contrario, pues esta permite identificar más fácilmente la diferencia que legitima la exclusión de determinadas realidades de lo popular. Es más, su ausencia puede servir de acicate para construir alianzas que permitan articular de otra manera la que es, sin duda, su cualidad más provechosa: su valor político. Es necesario fomentar otras formas de equivalencia para promover una nueva partición de lo sensible, como propone Jacques Rancière en El desacuerdo (1996/1995). El filósofo alude a las experiencias de interacción política de los sujetos subalternos a través de la enunciación de su propia realidad simbólica y material, dentro de la cual los cuerpos juegan un papel destacado. Rancière asegura que el poder también se materializa a través de la «distribución de los cuerpos en el espacio de su visibilidad o su invisibilidad», poniendo en concordancia «los modos del ser, los modos del hacer y los modos del decir que convienen a cada uno» (ibid., pp. 42-43). De ahí que, la hegemonía que insiste en representar al pueblo como totalidad no solo se dispute desde el terreno de la significación. Como recalca este autor, es igualmente importante impulsar un nuevo régimen de lo sensible en que cobre valor lo que puede hacer un cuerpo.
El rol que cumplen los cuerpos a este respecto es imprescindible para la construcción de experiencias políticas basadas en lo material. Como se ha visto, la posición que ocupan los cuerpos en el espacio social es indispensable para entender las diferencias en que se sostiene la estructura de clases. A su vez, los cuerpos son el lugar predilecto para repetir los signos y prácticas cuyo destino incentiva la aparición de equivalencias y efectos de frontera. Estos ocupan no solo el lugar en que se reproduce el orden social, sino también el ámbito donde se traza la mayoría de las estrategias emancipadoras. Y, en la medida en que, tanto el uno como el otro producen la realidad deben ser considerados performativos. Tal como sostiene Judith Butler en Cuerpos que importan (2002/1993), la performatividad es una apelación constante a todo tipo de normas sociales, ya se trate de los preceptos por los que se rige la diferencia sexual o la ideología alojada en los discursos sobre la clase, la raza o la producción del conocimiento. Así, lo performativo consiste en la construcción, a través del cuerpo y el lenguaje, de una visión de mundo que intenta abarcar aquello que lo excede y también cuanto lo precede. En palabras de la propia Butler, lo performativo «impone lo simbólico como una (…) estratagema de su propia fuerza» (ibid., pp. 37-38).
La performatividad de los cuerpos en el espacio significante a que propende lo popular viene dada por su tendencia a lo material. Ahora bien, dicho proceso no resulta aplicable a la idea que se suele tener de materialidad. Cuando Butler alude a la noción de materia no lo hace como «sitio o superficie, sino como un proceso de materialización que se estabiliza a través del tiempo para producir el efecto de frontera, de permanencia y de superficie que llamamos materia» (ibid., p. 28). Según tales planteamientos, la performatividad otorga el mismo estatus material a la experiencia de los cuerpos que conforman la mayoría social. No en balde, es la capacidad de reiteración y enunciación que esta posee, como rasgo principal de su naturaleza performativa, la que otorga efectos ideológicos a las representaciones de lo popular. La posibilidad, por tanto, de que sus componentes se estabilicen depende de la plasticidad significante de los cuerpos que deciden positivar su propia experiencia y, con ello, transformarla en un arma para la construcción política. Volviendo a citar a Butler, siempre que «se enuncia “nosotros, el pueblo” [se] presupone una sociabilidad política corporeizada y plural» (2014, p. 57).
En definitiva, la performatividad debe entenderse como el resultado principal de la puesta en marcha de los cuerpos con relación a las estructuras sociales que los atraviesan. Efectivamente, sus reiterados esfuerzos de representación reproducen lo que nombran y afianzan el proceso de integración o exclusión en que se basan sus modos de identificación. Esta es, por otra parte, la única manera de hacer duraderas, pese a su vacío inherente, las normas que regulan la vida en sociedad. Por tanto, es lógico que su funcionamiento se repita en lo que concierne a la representación de aquello que forma parte de su realidad, pero que pertenece aún al registro del inconsciente. En última instancia, las experiencias de la mayoría social que identificamos con lo popular no son más que otra expresión de cómo concebimos el mundo. No obstante, para sostener en el tiempo una determinada idea del pueblo y también para impugnarla, es preciso que los grupos que han sido expulsados de su definición no cesen en su empeño de reconocerse en un nuevo espacio equivalencial. En otras palabras, es indispensable la búsqueda de otras formas de identidad entre el pueblo y la mayoría social.
5. Hacia otra identidad popular
Se ha vuelto una práctica extendida en el ámbito de las ciencias sociales la asimilación del concepto de pueblo a la noción de identidad. En cierta manera, se da por sentado que toda representación de lo popular tiene entre sus fines la búsqueda de cohesión entre los colectivos que conforman la mayoría social. Eso sí, como hemos visto, siempre a costa de la exclusión de otros. Este antagonismo tiene que ver fundamentalmente con la manera en que opera la identidad. En términos generales, se atribuye a la identidad la función de significar socialmente las características que distinguen a sujetos y grupos entre sí. Ello equivale a admitir la existencia de determinados elementos que se reproducen de manera idéntica entre ellos, mientras que otros, por el contrario, sirven para distanciarlos, tal como ocurre con las semejanzas y diferencias asociadas, por ejemplo, a la identidad nacional. Sin embargo, dar por buena esta visión de la identidad conlleva una serie de problemas.
Para empezar, si se acepta que la identidad es un lugar donde los sujetos simplemente se reúnen o se enfrentan a partir de una serie características innatas, se está adoptando una posición claramente esencialista. Ello es debido a que, al asumir dicho esquema, se otorga al par identidad-otredad la capacidad de materializar cualidades inmutables que definirían a cada grupo permanentemente. Identidad y otredad, por tanto, no serían más que muestras separadas de bloques inalterables. La influencia lacaniana que posee este ensayo me obliga a descartar de plano tal interpretación. Para el psicoanálisis, el surgimiento de la identidad individual y colectiva no debe entenderse jamás como totalidad, sino como manifestación de la incompletitud que nos atraviesa como seres humanos. Disconforme con el reduccionismo que expresan las visiones totalizantes de la identidad, para Lacan dicho concepto remite a su concepción del sujeto en falta. En sus propias palabras, «si el sujeto es lo que afirmo (…), un sujeto determinado por el lenguaje y la palabra, esto quiere decir que el sujeto, in initio, empieza en el lugar del Otro» (2010/1964, p. 206). De ahí que la dicotomía identidad-otredad deba entenderse como resultado de la fuerza que impulsa al movimiento dialéctico, esto es, de nuevo el antagonismo.
Dicho esto, la manera en que se entiende aquí lo popular no excluye en modo alguno el esquema dialéctico. Por el contrario, lo integra para ofrecer una descripción lo más completa posible de su alcance. Ahora bien, al afirmar que sus procedimientos aspiran a instituir una totalidad imposible, estoy dando por sentado que sus aspiraciones son en realidad inalcanzables. Invocando un texto clásico para abordar estas cuestiones, Dialéctica negativa (1975/1966) de Theodor W. Adorno, creo que «la totalidad de la contradicción no es más que la falsedad de la identificación total», pues «identidad y contradicción (…) están soldadas la una a la otra» (ibid., p. 14). En este trabajo Adorno formula uno de los planteamientos más significativos de toda su obra: el principio de no identidad. Con él hace hincapié en la mutua determinación de elementos que no pueden concebirse como idénticos en los procesos de identificación. Este es el caso de la propia construcción de lo popular a partir del vacío que atraviesa sus representaciones. A este respecto, el principio de no identidad debe entenderse como una huella de expresión genuinamente humana, una evidencia de nuestra incapacidad para permanecer inmutables. Por eso nuestros cuerpos, así como nuestras producciones políticas, sociales y culturales, como ocurre, por ejemplo, con lo popular, siempre lucen incompletas. En palabras del propio autor, «la contradicción es lo no idéntico bajo el aspecto de la identidad» (ibid., p. 13).
Es importante reparar en un detalle antes de continuar enumerando las implicaciones que tiene asumir el principio de no identidad. Aunque ciertamente este propone romper con la fantasía de lo idéntico desde un plano ontológico, se debe tener en cuenta que la contradicción que le concierne no es nada improductiva. La no identidad también provee la existencia de efectos de frontera y equivalencia entre sus componentes, los cuales convergen precisamente en sus diferencias. Lo que pretendo demostrar es que recurrir a la negatividad suele ser la única manera de materializar alianzas emancipadoras, por más que estas resulten siempre contingentes. Parafraseando a Adorno, quizás para mantener la identidad hay que perder la identidad. Sobre todo, si se entiende la correspondencia total al que esta remite como un exceso que nadie llega a experimentar, pues ningún grupo social ni ningún cuerpo puede ser idéntico a otro. Lo que sí se puede experimentar son los efectos de equivalencia y de frontera generados por sus demandas de transformación social. Pero es verdad que estas, como la propia hegemonía, tienen caducidad. Como el propio Adorno sentencia, «en las grietas que desmienten la identidad, lo existente se halla cargado con las promesas constantemente rotas de eso otro» (ibid., p. 401).
Preocupada por estos asuntos, Luisa Elena Delgado propone en La nación singular (2014) una innovadora lectura del concepto de identidad. Sensible a los planteamientos ya expuestos, esta pensadora concibe la política identitaria como resultado de una serie de «cuentas erróneas». Con ello intenta alejarse de las visiones cerradas de la identidad para, en su lugar, describirla como la «tarea constante, y siempre inacabada, de definir y repartir lo común» (ibid., p. 17). Esto la lleva a plantear una tesis de enorme utilidad para entender lo popular. Delgado asegura que «la política no consiste en distribuir, ordenar y gestionar las cosas como ya están planteadas, sino en reconocer la parte sin parte que no tiene representación y, con ella, el desacuerdo y el litigio» (ibid., p. 28). Al afirmar esto, la pensadora desplaza su interés analítico a la definición de comunidad que procuran en la actualidad tendencias como, por ejemplo, el nacionalismo o el populismo. Lo hace para revelar el papel constituyente que cumple el vacío en la construcción del pueblo. La relevancia de este planteamiento para pensar las representaciones de la mayoría social es evidente.
El objetivo de Delgado es positivar lo negado en las estructuras totalizantes por las que se rige las visiones más habituales de la identidad popular. Y ello resulta de utilidad para la crítica realizada aquí a la exclusión de ciertos colectivos en la definición del pueblo. No obstante, desde mi perspectiva, su apuesta teórica puede ir mucho más lejos. Además de socavar la legitimidad democrática del discurso hegemónico sobre lo popular, me parece imprescindible vincular la experiencia de los cuerpos que conforman la mayoría social al principio de no identidad. El reconocimiento del poder subversivo que detenta el vacío para quienes han sido excluidos de lo popular, es una llamada en toda en regla a hacer equivalente su antagonismo en clave emancipadora. En última instancia, esta es la función más importante de la no identidad defendida por Adorno. Su propuesta hace visibles los correlatos que ayudan a fijar los efectos de frontera y equivalencia que legitiman el statu quo. Pero, a la vez, son válidos para fortalecer los efectos de frontera que alejan a las élites del grueso de la sociedad. Y todo ello mientras se construye una noción de pueblo equivalente en su antagonismo.
Este tipo de lecturas pueden introducir cambios de calado en el proceso de significación de lo popular. Frente a la voluntad que posee el discurso hegemónico sobre el pueblo de arrogarse en exclusiva sus representaciones, puede ser productivo positivar el antagonismo generado por sus formas de exclusión. Haciendo mías las posiciones teóricas de Delgado considero que esa «parte sin parte» goza de la fuerza suficiente para generar una visión de la identidad que al fin repare en ese vacío, en eso que es Otro. Como Roberto Esposito plantea en Communitas (2003/1998), pensar así en la identidad sirve para abrazar una concepción antiesencialista del pueblo. De modo que, frente a quienes conciben nuestra pertenencia a una sociedad dada como «una cualidad que se agrega a la naturaleza de sujetos, haciéndolos también sujetos de comunidad», el filósofo defiende que lo que nos es común dista mucho de ser «un ‘pleno’ o un “todo”» (ibid., p. 23). Por el contrario, para Esposito, lo que nos es común representa una «modalidad carencial» que no debe entenderse como una posesión, sino como una falta. En realidad, para este autor, los vínculos del sujeto con su sociedad se basan en la deuda que estos contraen como significantes de su propia imposibilidad. Textualmente, Esposito asegura que, en lo común, los sujetos «no encuentran sino ese vacío, esa distancia, ese extrañamiento que los hace ausentes de sí mismos» para integrarlos en un circuito cuya «peculiaridad reside justamente en su oblicuidad», en su «absoluta contingencia» (ibid., p. 31).
Todo ello concuerda con las posiciones defendidas por Abdelkebir Khatibi en Magreb Pluriel (1983). En dicho trabajo el autor acuña la noción de pensamiento otro para hacer visible la experiencia material y simbólica de las poblaciones subalternas. Su propuesta pasa por la activación productiva de la diferencia a partir de un nuevo modelo de relaciones entre grupos que no reproduzca el poder de las élites, pero que tampoco recree las condiciones de opresión de la mayoría social. En sus propias palabras, esto «no es un llamamiento a una filosofía de los pobres y su glorificación, sino un llamamiento a un pensamiento plural que no reduzca a los otros a la esfera de su autosuficiencia», reconociendo la importancia de sus «márgenes, lagunas y preguntas silenciosas» (ibid., p. 6). Luego, lo que este autor promueve es la construcción de una «comunidad de comunicación» donde la otredad sea al fin reconocida como un elemento constitutivo de la identidad, esto es, otra identidad que, en lo que respecta a la significación de lo popular, sea consciente de sus límites y fortalezas.
La necesidad de aceptar tales contradicciones a la hora de definir lo popular es fundamental. Solo con reconocerlas se está habilitando una alternativa frente a quienes insisten en representar a la mayoría social como un todo. Más allá de la visión cerrada que proponen los discursos dominantes sobre el pueblo, de lo que se trata es de concebir el espacio común al que estos aluden como el lugar de la falta o el lugar del otro. Ello implica admitir que la realidad material y simbólica de los cuerpos que conforman los grupos más numerosos de nuestra sociedad no se puede suturar. En otras palabras, de lo que se trata es de propiciar la apertura de nuevos horizontes de sentido para el concepto de pueblo a partir de una visión de su propia identidad que no ceje en el empeño de incluir a la otredad. El mero hecho de poder discutir acerca de los límites de lo popular ya puede entenderse como un cambio revolucionario. Tan importante como su identificación con el amplio escenario que ocupan las clases trabajadoras, es también la afirmación de que el pueblo representa una idea de lo común que sigue el curso de la dialéctica negativa. Únicamente si se es capaz de asumir su incompletitud como muestra de su potencia transformadora, será viable avanzar hacia otra identidad popular.
6. Referencias
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[1] Este texto comparte su aparato teórico con algunos capítulos incluidos en mi libro Patrimonializar todo. Una contribución a la crítica de la industria cultural y del ocio publicado en 2023 por la Viceconsejería de Cultura y Patrimonio Cultural del Gobierno de Canarias.
[2] La definición que utilizo aquí de clase trabajadora pretende ser incluyente e interseccional, y aglutina otros ejes de opresión como la diferencia sexual, la raza, el conocimiento, etcétera. No comparto, sin embargo, los planteamientos postestructuralistas que insisten en la disolución de las clases sociales en el mundo de hoy (Hardt y Negri, 2004). Sin menospreciar la importancia creciente de lo simbólico, pienso que las formaciones sociales contemporáneas siguen siendo sensibles a su realidad material. Por eso afirmo la vigencia de la clase trabajadora en el estadio actual de desarrollo capitalista, en cuyos modos de producción, distribución y consumo masivo de información y también de tecnología sigue siendo vital la participación de la clase trabajadora. Como afirma Paul Kellog (1987), resulta difícil decir adiós a la clase trabajadora cuando, desde un punto de vista transnacional, nunca antes en la historia esta fue tan numerosa.
[3] Ernesto Laclau sostiene en La razón populista que «el populismo es, simplemente, un modo de construir lo político» (2005, p. 11), lo cual no elimina el riesgo de que sus retóricas terminen al servicio del autoritarismo. Como apunta Alain Badiou, «es necesario reconocer que ‘pueblo’ no es en absoluto un sustantivo en sí mismo progresista» (2014, p. 9). Coincido con Timothy Appleton (2022) cuando afirma que el populismo es progresista si excita la idea de un «pueblo por venir», inclusivo y transformador, pero este puede tergiversarse muy fácilmente con la añoranza de un «pueblo perdido», excluyente y conservador.
[4] En estas páginas habrá numerosas alusiones a lo irrepresentable, la negatividad, el vacío y lo imposible como sinónimos de lo inconsciente. Siguiendo a Lacan (2010/1964), la definición del inconsciente es constitutiva de la consciencia, aunque en cierto modo se oponga a ella. Solo así se hace evidente la contingencia radical de toda experiencia humana a partir de sus diferencias con los registros de lo simbólico y lo imaginario, compuestos por signos y otras formas de identificación. A diferencia de estos, lo inconsciente es, por definición, inasequible, aunque se infiltre en lo simbólico y lo imaginario volviéndolos interdependientes. El poder emancipador del inconsciente reside precisamente en su papel como «más allá de la representación», pues, como afirma Ernesto Laclau «sabemos, a través del psicoanálisis, que lo que no es directamente representable —el inconsciente— sólo puede encontrar su medio de representación en la subversión del proceso de significación» (1996, p. 75).
[5] Según Freud, el fetichismo es una forma de perversión que responde a la construcción de un objeto sustitutivo que permite desmentir un objeto faltante y, al mismo tiempo, reconocer su falta. La coexistencia de estas dos actitudes, una «acorde al deseo» y la otra «acorde a la realidad», provoca una escisión que «se muestra en lo que el fetichista hace (…) con su fetiche» (1992/1927, pp. 148 y 151). Para Marx, en cambio, es la forma mercancía la que actúa como objeto sustitutivo cuando encubre las relaciones sociales de producción. En El Capital (1872), el autor explica el fetichismo como un proceso en que «los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación con otras y con los hombres» (Marx, 2008/1872, p. 89). La capacidad de estas representaciones imaginarias para hacernos creer que existe una relación social entre los productos del trabajo, es decir, entre las mercancías al margen de quienes las ensamblan, es la base de la concepción marxista del fetichismo con la que me identifico en este ensayo.
[6] La noción de experiencia que utilizo a partir de aquí se inspira en el modo en que Edward P. Thompson concibe, en La formación histórica de la clase obrera en Inglaterra (2018/1963), que las relaciones materiales de explotación impactan en las representaciones de la realidad que produce la clase trabajadora.
[7] Considero, junto a Santiago Castro-Gómez, que la imputación de atributos «naturales» a una formación social —como lo popular o la clase trabajadora—, equivale a esencializarlas, negando el antagonismo en que se funda su existencia en el capitalismo: «Allí donde hay esencialismos no puede haber política, y allí donde hay política no puede haber esencialismos» (2015, pp. 279-280).
[8] El postmarxismo sostiene que no existe ningún grupo social teleológicamente determinado a hacer la revolución. Ello obedece a que, desde este enfoque, todo colectivo se concibe como resultado de una pluralidad de antagonismos. «Los obreros luchan por mejores salarios, las feministas luchan por los derechos de la mujer, los demócratas por libertades políticas y sociales, los ecologistas contra la explotación de la naturaleza, los que participan en movimientos pacifistas contra el peligro de la guerra, y así sucesivamente» (Žižek, 2003/1989, p. 26). Por eso, el rasgo fundamental que distingue al postmarxismo es que «casi cualquiera de los antagonismos que, a la luz del marxismo, parecen secundarios» puede actuar como catalizador de «la revolución mundial» (ibid., p. 26).
[9] Según Laclau, todo significante puede dividirse en tres tipologías. Un significante flotante es aquel cuya ambigüedad se debe a que «una plétora o una deficiencia de significaciones» impiden que su sentido pueda «fijarse plenamente». Por el contrario, un significante equívoco es un «mismo significante» que «puede ser vinculado a distintos significados en diferentes contextos como consecuencia de la arbitrariedad del signo». Pero resulta claro que, en este caso, «el significante no sería vacío», dado que, «en cada contexto la función de significación se realizaría plenamente». Por último, un significante vacío es un «significante sin significado» cuya imposibilidad puede disolverse circunstancialmente en la articulación, como veremos, de «cadenas de equivalenciales» (Laclau, 1996, pp. 69-70 y 74).
[10] La falta en el psicoanálisis describe el modo en que nuestras experiencias individuales y colectivas están atravesadas por el inconsciente, cuyos efectos son apreciables en los intentos infructuosos de ontologizarnos a ambos niveles. La sensación permanente de vacío constitutivo a que nos conduce esta incompletitud en la identificación obedece a una infiltración inconsciente que Jacques Lacan denomina falta en ser (2010/1964).
[11] Al hablar aquí de positividad y negatividad, no lo hago con ninguna connotación psicológica ni tampoco para distinguir el «bien» del «mal». A lo largo de este trabajo, mis alusiones a lo positivo y lo negativo, y al proceso de positivación tienen que ver con lo dispuesto, entre muchos otros, por Theodor W. Adorno en Dialéctica negativa (1975/1966), donde el autor vincula este último proceso con la emergencia o afirmación de la ontología. En este sentido, si positivar equivale a establecer una tesis, a ella se opone su antítesis como negatividad, esto es, como carencia de ser. Positivar, en el marco de este ensayo, debe entenderse como un acto basado en la asunción de los límites de algo, pero también en el reconocimiento de su potencialidad. Positivar, en definitiva, es un acto consciente de enunciación contrapuesto a la escena inconsciente a la que remite la negatividad.