Identidades faciales futuras en el metaverso[1]
Future Facial Identities in the Metaverse
Massimo Leone
Università di Torino
Palabras clave Rostro |
Resumen: El artículo explora el futuro de las identidades faciales en el contexto del metaverso. Analiza cómo la relación entre rostro y futuro, marcada por la incertidumbre y la libertad, podría transformarse debido a los avances tecnológicos que amenazan con convertir el rostro en una interfaz digital moldeable y apropiable. A través de una reflexión semiótica, el texto aborda los riesgos de esta transición, como la pérdida de singularidad y autonomía del rostro, y examina cómo las identidades faciales podrían evolucionar en un entorno virtual. Utilizando ejemplos de la literatura reciente y casos empíricos de diseño digital, concluye con propuestas filosóficas sobre la preservación de la libertad y la singularidad en el rostro humano, incluso en un escenario digitalizado. |
Keywords Visage |
Abstract: The article explores the future of facial identities in the context of the metaverse. It analyzes how the relationship between face and future, marked by uncertainty and freedom, could be transformed by technological advances that threaten to turn the face into a moldable and appropriable digital interface. Through a semiotic reflection, the text addresses the risks of this transition, such as the loss of uniqueness and autonomy of the face. It also examines how facial identities could evolve in a virtual environment. Using examples from recent literature and empirical cases of digital design, it concludes with philosophical proposals on the preservation of freedom and uniqueness in the human face, even in a digitized scenario. |
* Correspondencia a / Correspondence to: Massimo Leone. Universidad de Turín, Departamento de Filosofía, Via S. Ottavio 20 (10124 Turín-Italia) – massimo.leone@unito.it – https://orcid.org/0000-0002-8144-4337.
Cómo citar / How to cite: Leone, Massimo (2025). «Identidades faciales futuras en el metaverso». Papeles de Identidad. Contar la investigación de frontera, vol. 2025/1, papel 322, 1-15. (https://doi.org/10.1387/pceic.24795).
Fecha de recepción: junio, 2023 / Fecha aceptación: junio, 2024.
ISSN 3045-5650 / © UPV/EHU Press 2025
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Creative Commons Atribución 4.0 Internacional
1. El futuro del rostro
Si hacemos un esfuerzo, podemos leer la frase «el futuro del rostro» al menos de dos modos. Por un lado, y este es quizá el modo más actual, podemos acentuar semánticamente la primera parte de la misma, y así tomar la frase como una referencia al rostro que habrá en el futuro; cómo será, cómo se representará, a qué vías de significado, sensación, cognición y acción dará lugar. Por otra parte, se puede acentuar semánticamente la segunda parte de la frase, y así interesarse no por cómo será el rostro en el futuro, sino por cómo será el futuro en relación con el rostro; desde este punto de vista, uno se pregunta cómo será el futuro si asume el rostro como entidad central, como eje de su configuración en el tiempo venidero.
Las dos lecturas pueden entonces complicarse invirtiendo, con una especie de cripto-antanaclasis, la locución antes mencionada: podemos tratar del rostro del futuro, tanto en el sentido más literal, es decir, el rostro tal como aparecerá en el futuro, como en el sentido más metafórico, es decir, la forma en que el rostro se nos aparecerá, los rasgos con los que se manifestará. Así pues, se esbozan cuatro posibles vías de reflexión basadas en la combinación del rostro y el futuro, pero todas ellas tienen su origen en la yuxtaposición de estos dos términos que no parecen tener mucho en común, a saber, «rostro» y «futuro».
Sin embargo, si reflexionamos sobre ello, sí comparten ciertos elementos semánticos; uno de ellos, central en ellas, es sin duda el de la incertidumbre: el futuro sólo es conocible por vías transversales, oblicuas, indirectas, es decir, a través de los signos que parece que podemos captar en el presente y en la semiótica que creemos poder extraer de su fenomenología; sobre la base de un cálculo, o de una simple inferencia, el presente se convierte entonces en un paisaje en el que aparecen las huellas de un futuro aún por venir, omina en el caso de los símbolos arbitrariamente vinculados por el presente al futuro, huellas icónicas de lo que está por venir, pero también índices que, estadísticamente o incluso causalmente, predicen un determinado curso de los acontecimientos. En efecto, existe un futuro causalmente predecible, como cuando predecimos que una manzana que cae del árbol se estrellará contra el suelo, pero es un futuro que interesa más a la física y a las demás ciencias llamadas exactas que a la semiótica. En cambio, la semiótica se ocupa más del futuro que se puede utilizar para mentir, y de los signos del futuro que pueden (¡pero no tienen por qué!) ser potencialmente engañosos, como el resplandor rojo del atardecer que presagia buen tiempo pero que, como sabemos, a menudo puede ir seguido de un aguacero inesperado[2].
Del mismo modo, el rostro que interesa a la semiótica es el incierto, no el que el reconocimiento facial reduce a una matriz numérica de unos y ceros, ni el que miden los positivismos de todo tipo, sino el que nunca sabemos a quién pertenece realmente, y qué se oculta tras sus rasgos, sus muecas, sus sonrisas. Tal vez este sea realmente el rostro por excelencia, y esta, se podría sugerir hiperbólicamente, es la esencia misma del rostro, a saber, su incertidumbre. El futuro se define por su carácter epistemológicamente elusivo y, por tanto, también por su indecidibilidad ontológica, mientras que el rostro se define por su transitoriedad psicológica y, por tanto, por su independencia consustancial.
Este es otro rasgo que une al rostro y al futuro. El futuro, se dice, «es siempre nuestro», en el sentido de que siempre podemos apropiárnoslo en nuestra imaginación, moldearlo a nuestro gusto, hacernos la ilusión de que tomará el rumbo que esperamos, pero sin poder eliminar nunca por completo el pensamiento de que, al final, los acontecimientos tomarán en cambio otro curso, a menudo muy distinto o incluso contrario al que deseamos; un pensamiento que, incluso en la ilusión más halagüeña, no puede dejar de albergar en su seno quien ha vivido lo suficiente para experimentar el carácter sistemático de la desilusión. El futuro sólo es nuestro mientras siga siendo futuro, es decir, una quimera sin ontología, mientras que cuando se transforma en presente, generando otro pasado detrás de él y otro futuro delante, inevitablemente ese futuro hecho presente se convierte en ajeno y alienante; ya no nos pertenece, se vuelve distinto y a veces irreconocible, hasta el punto de hacernos querer repudiarlo.
Del mismo modo, un rostro observado en su inmovilidad, un rostro escultórico, por ejemplo, o el de un retrato, es nuestro, y es quizá a ello a lo que debemos la fascinación del rostro representado y de los géneros consagrados a esta representación: en el retrato, captamos ilusoriamente el misterio del rostro, nos lo apropiamos mediante un gesto del pincel y del pensamiento. Pero como en el caso del futuro, así en el caso del rostro, la aprehensión de la certeza fisonómica se debe a un ardid, a la inmovilidad de la imagen, a su ausencia de vida. En efecto, en cuanto observamos un rostro, aunque sea el rostro completamente nuevo y aún inocente de un recién nacido, nos sorprende, adopta pliegues que no esperamos, expresiones que no habíamos previsto, actitudes desconocidas y misteriosas, y sabemos entonces que incluso el rostro de este diminuto recién nacido se nos escapa fundamentalmente, es una especie de encarnación siempre en movimiento de la esencia del tiempo, de un presente que se nos escurre entre los dedos como la arena, sin que podamos darle nunca una forma definida, salvo en la ilusión de la representación y del arte.
El rostro de este infante también se encontrará con muchos otros rostros, y por tanto experimentará la incertidumbre de no poder poseerlos plenamente, de no poder descifrarlos, experimentará la desilusión y la traición, pero también el amor, si este infante tiene suerte, amor que no es otra cosa que la experiencia de un rostro al que no tememos. La incertidumbre del futuro, el hecho de que solo pueda ser «nuestro» como futuro, y por tanto como ilusión, se une así a la incertidumbre del rostro, con su indeterminación consustancial, lo que significa que solo puede ser «nuestro» en la representación. Ni siquiera «nuestro» rostro por excelencia, es decir, el rostro físico que aparece en la superficie frontal de nuestra cabeza, al final de nuestro cuerpo, escapa a esto, pues incluso este rostro, tan aparentemente ligado a nuestra conciencia y a nuestra conciencia de nosotros mismos, solo puede conocerse en el espejo, o en los rostros de los demás, o, de nuevo, en la ilusión del retrato. Y, sin embargo, esta incognoscibilidad del futuro, que remite a la incognoscibilidad del rostro, es al mismo tiempo la base de la libertad de ambos.
El futuro es libre porque no es totalmente determinable. No hay nada peor, de hecho, que una programación de la vida tan rigurosa que elimine toda incertidumbre a medida que se desarrolla, o que al menos dé la impresión de que es así, de que la existencia se ha organizado de tal modo que evita cualquier punto de inflexión en ella que no haya sido previsto y pronosticado. Una vida perfectamente planificada es, de hecho, una vida que transforma el futuro en presente, pero al hacerlo dilapida la libertad de futuro que conlleva el presente; del mismo modo, un rostro cuyo destino se pretende controlar, ya sea el propio en una feroz autocensura, o peor aún el de los demás, cuando la expresión de la propia incertidumbre es desgarrada por la censura, la violencia, la tortura, es un rostro que se convierte en pura carne, una cosa, un objeto que pierde su esencia.
Como Levinas fue el primero en formularlo en términos filosóficos (1961), la incertidumbre del rostro también lo hace indomable, y por tanto libre, y así bastión y baluarte de la inviolabilidad del ser en la existencia, salvaguarda del principio último que lo anima. Este principio, se podría sugerir con una interpretación semiótica de Levinas, es el del sentido; un rostro aprisionado en su certeza, así como un futuro clavado en la programación, son un rostro y un futuro sin sentido, es decir, son dimensiones del tiempo y del cuerpo en las que se anula la semiosis como concatenación libre de signos, y en las que se inserta en su lugar la mecanicidad de la cadena de montaje, que programa el tiempo de la producción de las cosas pero también el de la vida y el del rostro.
Pero el filósofo no sólo debe mirar hacia el horizonte, sino también hacia el precipicio. En este caso, se trata de un precipicio semiótico antes que social. Por tanto, debemos preguntarnos qué ocurriría si este modo de existencia del futuro, y este modo de existencia del rostro, no fueran la única posibilidad. ¿Qué pasaría si fueran el resultado de una determinación contingente, y pudieran en cambio dejar espacio para configuraciones alternativas? En otras palabras, ¿qué pasaría si la libertad consustancial del rostro no fuera más que el producto genealógico de una época cultural, sino que presentara alternativas tanto en el pasado lejano, cuando no se daba al rostro el significado que tendemos a proyectar en él hoy en día, así como en el futuro lejano, cuando tal vez el rostro podría volver a caer en una disposición en la que su valor no viniera dado por el dinamismo, el carácter huidizo, la incertidumbre y la libertad que en conjunto lo caracterizan tan bien en las civilizaciones modernas, sino convertirse de nuevo en un rostro apropiable, del mismo modo que el futuro podría volverse apropiable, y tanto el rostro como el futuro se deslizarían de la región de la libertad a la de la necesidad, no en virtud de un retorno a la indistinción epistemológica de una humanidad supuestamente pre-temporal, pre-lingüística, pre-semiótica, una humanidad sub-humana, sino un salto hacia la sobredeterminación gnoseológica de una humanidad post-temporal y post-lingüística, post-semiótica y sobrehumana, en la que el tiempo se convierte en cálculo y programación y el rostro en la mera fachada de una intersubjetividad en adelante comprimida en esquemas que evacuan toda incertidumbre?
Esta huida del tiempo y del rostro hacia una sobredeterminación ordenada tendría lugar, de hecho, no en el sentido de la magia, sino en el sentido de la tecnología; el rostro de nuestros antepasados que aún no eran humanos podría haber sido indistinto porque aún no había surgido como interfaz de la incertidumbre social intersubjetiva; el rostro de nuestros descendientes podría, en cambio, disolverse por re-inmersión en una determinación tecnológica en la que la incertidumbre del rostro, pero también su libertad, se verían socavadas por un proceso opuesto de proliferación de proyectos identitarios. En otras palabras, el rostro prehumano no era un rostro porque aún no se había dibujado en él una singularidad no apropiable, mientras que el semblante posthumano puede no ser un rostro porque se convertirá en un mero simulacro de singularidad, replicable y transformable a voluntad, imitable a voluntad en las fraguas del imaginario digital.
Lo que escapa a la deriva posthumana del rostro es, de hecho, el vínculo paradójico entre su libertad y su necesidad, y que la primera y la segunda se encuentran, se entremezclan y se alimentan paradójicamente allí donde se tocan, es decir, la carne. El rostro es necesario porque está hecho de carne. Pero el rostro es libre por la misma razón. Si no puedo apropiarme de mi propio rostro, si no puedo dominarlo, si no puedo transformarlo en un simple mecanismo expresivo, es porque no es una máquina hecha de engranajes, sino una nube de carne, que cambia según vientos que me son en gran medida desconocidos e incontrolables. Esto fundamenta la enorme falta de fiabilidad del rostro, no sólo del propio, sino también del de los demás, pero al mismo tiempo fundamenta su extraordinaria independencia: nadie podrá nunca comprender mi rostro por completo, como yo no puedo hacerlo con el rostro de los demás, y como tampoco puedo hacerlo con mi propio rostro, cuando lo imagino o incluso cuando lo miro en el espejo. Mi rostro en el espejo me es parcialmente desconocido en cada momento de mi vida, porque en cada momento me presenta una pantalla de carne que evoluciona según sus propias leyes, y se mueve según dinámicas que nunca puedo controlar completamente. Por tanto, la carne de mi rostro no solo es una marca de individualidad porque es única en su conformación genética, sino que también es una marca de libertad porque es indomable en su incertidumbre.
Los humanos han soñado durante mucho tiempo con transferir el aura del rostro a sus representaciones, y a veces casi lo han conseguido, como en el caso de los sublimes retratos de la historia del arte; sin embargo, es con la llegada de la representación digital impulsada por la inteligencia artificial cuando esta imitación del rostro parece alcanzar la cumbre de su potencial. Gracias a lo digital, puedo crear rostros a voluntad, y cada uno será único, dotado de esos rasgos individuales que lo convierten en la máxima expresión de la singularidad. La retórica de lo digital, sin embargo, reproduce y exalta sólo una de las características que hacen que el rostro sea el rostro, y se centra en particular en la reproducción digital de la cualidad más valorada en la episteme moderna, a saber, su singularidad. En el mundo digital, el rostro es un rostro porque es singular, único y distinguible de otros rostros. El mayor problema es entonces defender esta singularidad de la imitación de la imitación, de la réplica en serie, y las energías de los tecnólogos y a menudo de los filósofos se gastan en esta dirección: hacemos un rostro digital único, y funcionará exactamente como un rostro, e incluso mejor que un rostro, porque habremos sido capaces de hacerlo único e inimitable, pero exactamente según nuestros deseos. Sin embargo, esta retórica pasa por alto lo sugerido anteriormente, a saber, que el rostro es libre e inalienable. No solo porque es único e inimitable, sino también porque es imperfecto. Es la carne del rostro, es decir, su raíz en la inmutabilidad de lo biológico, lo que lo hace libre, pues garantiza que, a pesar de todos los esfuerzos por reescribirlo, nunca podrá darse como matriz puramente simbólica y, en cambio, tendrá que aceptar su propia subyugación indexical, como icono que no se elige, sino que se sufre.
Lo que se sufre en el rostro, el de los demás, pero también el propio, es ante todo la muerte. Un plexo de fuerzas individuales y sociales está en febril acción para que el rostro responda al imperativo de la singularidad, transformándolo del rostro de un bebé, aún débil en su distinción, aún dominado por esa cuteness que la evolución impone en cierta medida a todas las crías de todas las especies, diluyendo así su singularidad —dos bebés pueden confundirse fácilmente entre sí, lo que no ocurre con dos adultos que no sean gemelos— para aumentar sus posibilidades de supervivencia —los bebés son más fácilmente adoptados que los adolescentes, precisamente porque su rostro parece más indistinto, menos marcado por la existencia y, por tanto, más apropiable—, transformando ese rostro cute, por tanto, en el rostro de una existencia individual, misteriosa y no apropiable, única.
Sin embargo, una vez alcanzado el clímax de este proyecto prosopopéyico, es necesario defender el rostro de las fuerzas naturales que lo succionan hacia la indistinción, similar a aquella a partir de la cual se generó, pero marcada no por la cuteness inicial del rostro infantil, sino por la aterradora facies del cráneo, esa infraestructura ósea del rostro que no es un rostro porque están ausentes en él todos aquellos rasgos de carne que la voluntad individual y las intenciones sociales pueden esculpir. Como corolario de esta hipótesis del declive de la distinción del rostro en la vida hacia su indistinción en el cráneo, podemos leer las tendencias contemporáneas de la cirugía estética. Por un lado, la que querría intervenir no sólo para apoyar el proyecto de vida y distinción de los tejidos blandos del rostro, sino también en el cráneo, para que nunca llegue a ser un cráneo, sino que se transforme en un andamiaje que también pueda modelarse en el rostro de arriba. El segundo fenómeno que también se cuela en esta cresta de la cirugía estética que no acepta la indistinción del cráneo es la lucha por todos los medios contra las arrugas. Las arrugas son, de hecho, el signo de la muerte en el rostro. Son el signo indexical, natural y biológico de su inexorable decadencia. Por eso, en el proyecto de cirugía estética material y digital que quiere transformar el cráneo para que se adapte mejor al proyecto de un rostro perenne, el primer objetivo es la eliminación de las arrugas, su borrado físico y digital, porque representan, repetimos, el destino estriado del rostro frente a la ilusión de su suave perfección, y proclaman, línea tras línea, pata de gallo tras pata de gallo, que el futuro del rostro es también y sobre todo esto: un cráneo.
Es curioso cómo esta afirmación sorprende a quienes esperan, de un título como «El futuro del rostro», oír dislates sobre el rostro de la especie, sobre cómo entrará en contacto con las tecnologías digitales, sobre su evolución social. En cambio, la respuesta a la pregunta «¿cuál será el futuro del rostro?» es trágicamente sencilla: el futuro del rostro es el cráneo. No el cráneo anatómico, analizado en su fisicidad material, medido y categorizado, sino el cráneo como sombra ósea de un rostro que ya no existe, que fue pero ya no es, del rostro que fue un proyecto presente de distinción y que ahora, no importa de quién fuera, de cuál Napoleón, es un cráneo como cualquier otro, indistinguible a simple vista.
Desde tiempos inmemoriales, los simulacros del rostro producidos por los medios de comunicación y las artes han servido en gran medida para disipar la idea de que existe un cráneo común tras el rostro y su perenne proyecto de distinción. A menudo, sin embargo, las culturas, especialmente en sus expresiones más percibidas y complejas, han producido tanto el simulacro como su antídoto. En el mismo momento en que en la floreciente Europa del Norte, cada vez más truncada en su deseo de conquistar el mundo y desarrollar la conciencia individual y la riqueza, nació el retrato y se estableció como género para decantar, mediante la imagen del rostro, esta dominación del individuo sobre el planeta y el mundo[3], también se perfeccionó el género de la vanitas, gracias a la mirada maliciosa de los mismos artistas que retrataban a los poderosos, en la que a menudo con trucos anamórficos aparecía una calavera, para recordar incluso a los triunfantes que su rostro exultante estaba hecho de polvo.
La misma retórica de un rostro que ya no es el de un niño, sino que ya es casi un rostro adulto, pero sin rastro alguno de la futura decadencia que le espera, un rostro atrapado así en su fase madura, pero aún ascendente: un rostro adolescente tardío, un joven en la flor de la vida. Esta retórica del rostro infantil ya existía en la era de la representación analógica, pero adquiere un nuevo poder gracias a la manipulación digital de las imágenes faciales, en la que los fundadores de la nueva epopeya global del rostro digital se muestran en el metaverso[4] con rasgos suaves y sin arrugas, con rostros resplandecientes y saturados de píxeles.
Cuando pensamos en el rostro del futuro, entendido como el rostro que estará en el futuro, o como el futuro que estará en el rostro, la pregunta que debemos hacernos es quizá la siguiente: ¿quién pintará, frente a esta retórica de un rostro incorpóreo y, por tanto, eternamente joven, aparentemente libre de la muerte, pero también infinitamente disponible a la sujeción de los demás, apropiable, un rostro sin carne y sin cráneo, que destierre tanto el olor a muerte como la limitación que ambos, carne y cráneo, imponen a la dominación de los demás, quién pintará, por tanto, la nueva vanitas digital? ¿Y quién lo hará sin anatemas vacíos contra lo digital, que al final no hacen más que afirmar su dominación, sino mediante creaciones en lo digital, en su estética, en el pozo profundo de los píxeles, los mismos que componen el rostro inmortal de los poderosos, que prospectan y venden un futuro con rostro intemporal, una especie de resurrección digital, una nueva trascendencia empírico-eléctrica? ¿Quién mostrará en cambio, en esta nueva vanitas digital, a través de estos mismos píxeles, que el rostro humano puede amar precisamente porque muere, y que el amor y el tiempo son la misma tela que siempre ha tejido el tapiz continuamente cambiante de los rostros de hombres y mujeres?
2. El rostro en el metaverso
El metaverso fascina, el metaverso perturba. Por un lado, resucita y reaviva antiguos sueños, como el de una transmutación completa del cuerpo en una sustancia dúctil, etérea, volátil, proteica, infinitamente cambiante y transformable a voluntad. Las ideas de trascendencia del cuerpo, que los mitos y las religiones proyectaban sobre las deidades, adquieren una dimensión digital: me liberaré de esta carga, me teletransportaré al espacio virtual, planearé, me desmaterializaré y me re-materializaré en un clic. Por otra parte, es imposible no relacionar esta utopía con su opuesto: la distopía de una atmósfera que se ha vuelto irrespirable a causa de la contaminación, los virus y las radiaciones nucleares. En el espacio de dos o tres años, la crisis climática, la pandemia, el conflicto de Ucrania han dado matices de distopía al sueño de un hiperespacio ultra-digitalizado donde uno puede mover su propio avatar corporal, actuar, pensar, sentir y encontrarse con los avatares de los demás. Asumiendo el carácter de la necesidad y la evasión, el metaverso se parece cada vez más al oscuro horizonte de la ciencia ficción, que parecía prever un futuro lejano y que, en cambio, descubrimos que habla de nuestro presente.
Sin embargo, quizá el aspecto más preocupante del metaverso no sea su viabilidad inmediata, sino sus carencias: si me expulsan las nubes nucleares, los enjambres de virus o las plagas bioquímicas del planeta y me refugio en esta sofisticada caverna, ¿quién la mantendrá en funcionamiento? ¿Podemos realmente confiar la supervivencia futura de la especie a una dimensión que recuerda mucho a un videojuego infantil y a su ilusoria sensación de separación? ¿Qué ocurrirá con los sentidos no digitales, con mi propiocepción, con todo lo que lo digital no capta por ser demasiado marginal, como un viejo artículo académico en una revista polvorienta? ¿Y quién me asegurará, entonces, que alguien o algo no apagará, en algún momento, el interruptor de este sueño inmaterial, dejándome en la oscuridad y el aislamiento?
Reflexionar sobre el metaverso significa prolongar una corriente de pensamiento crítico que siempre ha caracterizado a la semiótica, desde el efecto de realidad de Barthes hasta el simulacro de Baudrillard, pero significa hacerlo en un contexto de operatividad tecnológica cuya velocidad no tiene equivalente en el pasado. Los grandes maestros de la semiótica de los años sesenta temían el alejamiento del sentido de la realidad, mientras que sus nietos contemporáneos lo experimentan en primera persona, en pos de una quimera digital cada vez más compleja y monstruosa. Cuestiones tradicionales, como la relación entre arbitrariedad y motivación en el viaje de los signos, se vuelven insolubles a medida que el horizonte ontológico de la comunicación retrocede tras una cortina de números cada vez más espesa. Es en este sentido que el estudio del rostro en el metaverso actual o futurista adquiere un carácter urgente, ya que es precisamente esta superficie de carne y significado desde la que recibimos el mundo y lo construimos en nuestra relación con los demás la que constituye el último bastión de la resistencia analógica del mundo. El valle inquietante es la medida cada vez más reducida de esto, a medida que los medios de comunicación nos transmiten cada vez más imágenes de rostros totalmente artificiales, pero sutilmente creíbles. Si hasta no hace mucho mi rostro me permitía situarme en el mundo y controlar la existencia de otros miembros de la especie, hoy la realidad virtual está empezando a desplazar la proyección visual de mi yo —mi rostro— a un otro lugar mal definido, donde desempeño el papel de avatar con tal frecuencia e intensidad que empiezo a perder el sentido del distanciamiento entre yo y mi simulacro, entre mi rostro de carne invisible y mi omnipresente rostro electrónico; donde los rostros de los demás, encontrados en un caleidoscopio facial aparentemente ilimitado, empiezan a adoptar contornos borrosos, psicodélicos e inciertos.
Sin embargo, no falta entusiasmo por construir un paraíso digital paralelo. Yang et al. (2022, p. 3), por ejemplo, afirma que «mediante interacciones entre expertos virtuales y reales en la nube y terminales médicos, podremos llevar a cabo educación médica, divulgación, consulta, diagnóstico y tratamiento graduados, investigación clínica e incluso atención sanitaria integral en el metaverso».
La telemedicina es sin duda un recurso, pero si pensamos en los hospitales actuales, los de la Europa del Sur contemporánea, los de una pequeña ciudad de Italia, por ejemplo, la perspectiva de construir una meta-versión de la misma da la sensación de un caos digitalmente multiplicado y refractado, en el que el lema «terminal», que el artículo mencionado utiliza para evocar la utopía de una medicina a distancia perfecta, vuelve en cambio para definir la condición del paciente desesperanzado, lejos de los cuidados virtuales y reales.
Está claro que lo que está surgiendo es un nuevo tipo de escritura, o más bien de creación integrada de significados, y que las emociones desempeñarán un papel central en ella, empezando por la de la sorpresa, que puede traducirse en la exclamación: «¡mira dónde estoy!». Los escribas de esta nueva escritura tendrán mucho poder, y quien diseñe la mejor ilusión tendrá el control sobre una multiplicidad de mercados y palancas sociales. Dozio et al. prometen una metodología nueva y eficaz:
«Tuvimos en cuenta distintas teorías emocionales para aplicar elementos de diseño que diferenciaran los estados emocionales suscitados. Los elementos de diseño identificados en nuestra metodología, que también incluía la integración de contenidos procedentes de bases de datos afectivas validadas, se probaron a continuación en las tres dimensiones de valencia, excitación y dominancia.» (2022, p. 14)
En efecto, el laboratorio para la creación del metaverso perfecto acaba de inaugurarse, se enriquece con probetas y alambiques cada vez nuevos, pero la impresión es, sin embargo, que nosotros mismos somos los principales conejillos de indias, y que la reducción de nuestra complejidad es inevitable para que esta nueva rueda digital funcione.
A la espera de que este mundo virtual se fabrique y se habite, su mercado ya se está preparando y, de hecho, está definiendo sus criterios, en primer lugar, mediante la acción pionera de Meta, pero también a través del llamamiento entusiasta a una «revolución de la realidad en el marketing», como se muestra en Rauschnabel et al. (2022). El mercado prepara la existencia virtual, pero al mismo tiempo le da forma, ya que ahora es la propia idea de simulación la que se vende, en lugar de cualquier objeto simulado. No es la mercancía digital lo que está en el centro de la comercialización del metaverso, sino lo digital como mercancía. El control biotecnológico del rostro es esencial para esta operación, ya que, sin un rostro digitalizado, parametrizado y codificado virtualmente, el metaverso es una caja vacía. Por el contrario, se basa en la posibilidad de construir rostros virtuales emocionalmente creíbles, como demuestra la muy reciente literatura sobre el tema.
No meta-face, no meta-party, se podría parafrasear. De hecho, Zhang (2022) construye el curioso neologismo de SimuMan, reminiscencia del nombre latino del hombre-simio y más bien un humano simulado de frente, con seis caras emocionales, ampliamente combinables para dar vigor y credibilidad al mercado paralelo del mundo digital. Como señala Zhang, «a diferencia de otros estudios que suelen centrarse en la representación de expresiones faciales o movimientos corporales, este trabajo presenta SimuMan, un método para la representación simultánea en tiempo real de movimientos humanos virtuales y emociones en metaversos» (ibid., p. 1).
¿Será SimuMan mejor y más altruista que sus alter ego no digitales? ¿Mostrará más empatía en su propia cara y recogerá más empatía de los demás? Por el momento, las voces críticas no se preocupan aún de los aspectos éticos, que escapan a casi todos los especialistas, sino de los fallos en el asidero económico-empresarial del metaverso. Bian los reafirma bien:
«Los metaversos presentan ciertos riesgos y desventajas en el proceso de transformación digital de las empresas. Por ejemplo, el aumento del número de desempleados, la elevada dependencia de la plataforma de metaverso principal y los costes potenciales de transferir y proteger los datos de la empresa en un mundo virtual.» (2022, p. 110)
En efecto, si se elimina a todos los operarios que hacían funcionar la máquina de trabajo analógica, ¿qué harán todos esos seres humanos? ¿Y cómo será posible protegerse de su pereza? Parece perfilarse un horizonte virtual en el que pocos ingenieros programarán, habrá zonas remotas de producción altamente automatizada de materias primas y subproductos, mientras que gran parte de la población mundial estará bajo el dominio de una inercia digital de la que sólo podrá escapar mediante el juego o el gamberrismo. Parece que la metáfora del hámster en la rueda ya no es tal, sino que corresponde perfectamente a las nuevas tendencias del metaverso: si antes la gamificación pretendía transformar la acción social en juego, ahora ya no se trata de gamificar, sino de aceptar el juego, el basado en experiencias de videojuegos, como el nuevo paradigma de producción de sentido y valor a escala generalizada. La educación en el metaverso, por ejemplo, como se sugiere en Park et al. (2022a), implica esencialmente las modalidades más conocidas de videojuegos virtuales y aumentados, el verdadero nuevo canon de la meta-economía versátil: Survival World; Maze World; Multi-Choice World; Racing/Jump World; Escape Room World; en el meta-capitalismo digital, quizá surjan por doquier Squid Games para crear nuevas formas de coordinación social, basadas en juegos virtuales con efectos reales. El visor de realidad virtual trasladará el rostro del jugador del espacio virtual del juego al espacio social sin una discontinuidad perceptible.
En este contexto, no es difícil encontrar, incluso en la bibliografía académica de alto nivel, una literatura en la que el mundo exterior al metaverso parece desempeñar el papel del institutor / de la institutriz que nos pide fastidiosamente que dejemos de jugar con sus insistentes y molestas llamadas fuera del marco lúdico; la única solución para evitar este irritante recordatorio de la realidad exterior al metaverso parece ser, pues, crear una conexión física entre el cuerpo sensorial y la máquina, como proponen respetables ensayos académicos, por ejemplo Park et al. señalan:
«El desarrollo continuo de la interfaz cerebro-ordenador y Neuralink puede evolucionar hacia una forma que ofrezca una experiencia difícil de distinguir de la realidad en el Metaverso (por ejemplo, el método de conexión a la columna vertebral desde la matriz).» (2022b, p. 4243)
El injerto de la fibra digital en la fibra animal se plantea como una solución a la incómoda brecha entre la simulación y el mundo, entre el juego y la realidad, sin dudar de la invasión somática y semiótica que ello podría suponer. Por otra parte, si el nuevo paradigma de producción de valor digital es el juego, ¿por qué no abrazar con entusiasmo todas esas neurologías digitales que nos permitirán no dejar de jugar nunca? En estos imaginarios de neuro-juego, el rostro pierde su autonomía y se convierte en una pura interfaz de máquina, no un elemento a simular, sino un elemento simulador, una membrana expresiva en la que traducir las nuevas profundidades de la inteligencia artificial en términos visibles y comprensibles.
Dentro de este marco, aún no está claro si el rostro del metaverso podrá salir algún día de sus connotaciones altamente lúdicas o si, por el contrario, será el mismo marco el que englobe a cualquier otro metaverso. Esta parece ser la sugerencia, aunque indirecta, de estudios como Baía Reis y Ashmore (2022), en el que se señala cómo el teatro virtual y aumentado, alentado por el triste cierre de teatros durante la pandemia, sigue connotándose a sí mismo como esencialmente lúdico, con una fuerte reducción antropológica del teatro como experiencia artística y emocional; en definitiva, se tiene la impresión de que cualquier rostro, al transitar por el metaverso, se funde con el de un videojuego, independientemente de su origen o propósito inicial:
«Partiendo de las principales características mencionadas anteriormente, y tratando de hacerlas converger en una noción global, podríamos definir el teatro de RV como un teatro altamente lúdico y participativo, ya que combina el impacto inmediato que genera en el público de un fuerte sentido del juego y el predominio de la interactividad como característica principal de esta forma de arte emergente.» (ibid., p. 9)
Es el propio mercado metaverso el que proporciona señales cada vez más claras de las nuevas continuidades e hibridaciones que se están produciendo en el metaverso entre la dimensión del juego y cualquier otra línea de acción humana, empezando por la economía: es bien sabido que muchas plataformas de juego del metaverso tienen su propio sistema de NFTs y tokens, y que estos elementos de propiedad y moneda virtual y aumentada no son aislados sino transferibles y, sobre todo, convertibles, hasta el punto de que se ven como una oportunidad para diversificar la cartera de cripto-inversiones. En este sentido, como señala Vidal-Tomás: «los operadores podrían diversificar sus carteras de criptomonedas con estos tokens, y las empresas de blockchain podrían considerar nuevos proyectos de juegos de blockchain para diversificar sus carteras de productos» (2022, p. 3).
La investigación FACETS[5] ha indicado repetidamente, con evidencia y detalle cada vez mayores, que la creciente digitalización del rostro —un rostro cada vez más medido, parametrizado, unido a correlatos externos y habitualmente ajenos— está socavando progresivamente su singularidad, que es un hecho biológico de la especie, probablemente adaptativo, pero que también se ha convertido en el pilar de muchas de las culturas sociales del rostro, prevalentes a lo largo de la historia y entre los grupos humanos (Leone 2024). Mostrar un rostro dotado de singularidad y verlo reconocido como tal por los demás parece indispensable para constituir esta parte sensorial y sensible del cuerpo en el eje de la interacción entre los miembros de la especie, una interacción en la que el otro no es asimilado como ficha de un tipo, sino percibido y apreciado en su singularidad, con un gesto cognitivo, emocional y pragmático que no sólo resulta curioso, sino que tiene la función esencial de desalentar la apropiación, la cosificación brutal y la violencia. Te conozco como rostro, no como cara, y te respeto por ello.
En los debates del FACETS también se insistió mucho en que, por el contrario, existen tendencias culturales a muy largo plazo, incluso se podría decir pancrónicas[6], que se manifiestan en las comunidades cada vez que las disposiciones ideológicas conducen a la exclusión de determinadas categorías de rostros de la colectividad humana. Cuando esto ocurre, en el sometimiento de otras especies, en el genocidio, en el racismo, en el machismo, en prácticamente todas las prácticas sistemáticas de exclusión y estigmatización, el rostro del otro es precisamente capturado como categoría, y las trampas con las que esta captura tiene lugar son trampas alrededor del rostro, redes que lo miden, lo estandarizan, lo encierran en tipos de exclusión, lo convierten en una ficha.
El riesgo de una civitas digitalis avanzada radica en la posibilidad de que las situaciones y los comportamientos sociales, tal como los conocemos, se transformen masivamente en simulacros. En este contexto, los cuerpos y rostros serían reconstruidos digitalmente, diseñados para interactuar eficazmente entre sí mediante conexiones estables y rápidas. Estas interacciones ya no se darían con el cuerpo social, sino únicamente con sus simples funciones vitales. Este desbordamiento hacia lo digital estaría favorecido y justificado por la percepción de la peligrosidad del mundo exterior. La creciente dificultad de controlar el cuerpo encarnado en ese contexto contribuiría a esta transición. Como consecuencia, podría producirse una dilución gradual e inexorable de la singularidad del rostro. Su versión incorpórea, vinculada arbitrariamente a los sentidos y al cuerpo, perdería su razón de ser y se convertiría en un mero simulacro. Este rostro sería desencantado, sustituible o incluso eliminable a voluntad, sometido a una parametrización total y continua. En este escenario, ya no habría espacio para preservar fragmentos de singularidad que obstaculicen la mercantilización del rostro. La venta del propio rostro, la compra del rostro ajeno o, peor aún, la transformación del rostro de otro en un símbolo manipulable, quedarían completamente desprovistas de límites éticos. Esto permitiría la imposición del deseo de un individuo sobre el cuerpo ajeno sin restricciones.
Solo habrá entonces una salida técnica a esta inflación de singularidad y a la consiguiente devaluación del rostro como moneda de acaparamiento, y consistirá en la adopción masiva y generalizada del mecanismo de las NFT, fichas no fungibles, para proteger y valorar los rostros exactamente igual que ya se hace con las obras de arte digitales, o con los bienes digitales cuya exclusividad se construye y defiende en la red. Tener un rostro significaría entonces presentarlo como un elemento digital no intercambiable, y por esta misma razón rodeado de un aura digital.
3. Conclusión: de rostro-meta a meta-rostro
En conclusión, la pregunta sigue siendo si es posible proyectar el futuro desde el presente sin tener en cuenta las tendencias de movimiento que lo están construyendo; si se puede pensar en el metaverso como resultado del nuevo ecosistema mediático, en el que los medios de masas y las plataformas coexisten, compiten y se complementan; o si se trata, al revés, de un nuevo ecosistema propuesto que es independiente de la masa y el territorio.
Predecir el futuro sin tener debidamente en cuenta las tendencias y dinámicas predominantes que conforman actualmente el presente supone un reto formidable. La comprensión de los desarrollos y patrones contemporáneos asume una importancia primordial en el esfuerzo por generar predicciones precisas. No obstante, la especulación sobre posibles escenarios futuros sigue siendo una actividad viable, sobre todo en ámbitos caracterizados por evoluciones rápidas y profundas de la tecnología y la sociedad. La exactitud de tales proyecciones de futuro depende de la intrincada naturaleza del tema en cuestión y de la multitud de factores que lo sustentan.
En cuanto al concepto de metaverso, se justifica como una consecuencia del ecosistema de los nuevos medios de comunicación en continua evolución, en el que los medios de comunicación de masas y las plataformas digitales coexisten en simbiosis, competencia y complementariedad. El metaverso suele adoptar la forma de un espacio colectivo virtual compartido, que sirve de crisol para la amalgama de realidades físicas y digitales. Su génesis encuentra impulso en los avances tecnológicos, en particular la realidad aumentada (RA) y la realidad virtual (RV), concomitantes con la floreciente proliferación de los medios sociales, los juegos en línea y las plataformas de comunicación digital. El metaverso es entonces emblemático de una extensión del dominio digital más allá de los confines existentes de Internet y los medios de comunicación tradicionales. Aunque puede percibirse como una progresión natural de las tendencias existentes, al mismo tiempo introduce un nuevo ecosistema, preparado para reconfigurar la modalidad de nuestras interacciones con la información digital, los servicios y la comunicación interpersonal.
Merece la pena destacar que el concepto de metaverso permanece en un estado de evolución perpetua y presenta múltiples interpretaciones. Algunos lo conciben como un mundo virtual totalmente inmersivo e interconectado, mientras que otros lo conciben como una amalgama de espacios digitales entrelazados. En cuanto a su relación con los elementos masivos y territoriales del paisaje social, sigue siendo plausible que el metaverso coexista en armonía con los medios de comunicación de masas y los espacios territoriales tradicionales. Sin embargo, al mismo tiempo tiene el potencial de perturbar y transformar estos paradigmas imperantes.
La influencia del metaverso sobre los componentes masivos y territoriales de nuestra sociedad depende de las trayectorias de su desarrollo, los mecanismos de regulación aplicados y el ritmo de su adopción. Conlleva la promesa de abrir nuevas perspectivas para la interconexión global y la interacción digital, lo que puede ofuscar la demarcación entre los dominios físico y virtual. Sin embargo, puede generar al mismo tiempo preocupaciones relativas a la privacidad, la seguridad y la posible marginación de los individuos privados de acceso a este floreciente panorama digital.
En este escenario, podrán surgir ciertas desventajas. En primer lugar, esta singularidad digital, o más bien su garantía, será en sí misma un objeto de mercado; se comprará y venderá al mejor precio, con la inevitable lógica de discriminación de clases que se derivará de ello; sólo los más astutos y adinerados tendrán la oportunidad de jugar en el metaverso con su propio rostro inimitable, mientras que los demás recibirán un rostro canónico y apropiado. Es cierto que incluso en el cisverso, es decir, en el mundo de los rostros encarnados y encantados, este encantamiento no es gratuito, sino que se construye mediante tácticas y estrategias de distinción y prestigio, muchas de las cuales sólo son accesibles a élites de todo tipo (empezando por la genética del «rostro bello»). En el mundo infra-digital del cisverso, sin embargo, el rostro también es singular porque es incontrolable: puede estar predispuesto y predeterminado por los esfuerzos de presentación y comunicación, pero sigue siendo un rostro que forma parte intrínseca de una cabeza y un cuerpo, sujeto sobre todo a ese imperativo recordatorio de su condición humana que es la descomposición. El rostro no fungible, en cambio, no es sólo un rostro cuya singularidad se vende de todos modos en subasta, sino también una semblanza que no envejece, un retrato de Dorian Gray cuyo decrépito homólogo quedará, por el contrario, oculto a la mirada y al juicio de los demás, embalsamado en las pirámides transhumanas del futuro.
Sobre todo, este rostro no fungible deberá su libertad a la técnica, a los números, a una extracción numérica de la individualidad que será insostenible desde el punto de vista energético, pero también insatisfactoria desde el punto de vista semiótico; el rostro así marcado será tan único como un número primo, tan solitario como un número primo, rodeado de una cortina impenetrable de números, tan intransferible como un cheque, rodeado de un halo inefable, ciertamente, pero no por ello menos burocrático, una especie de fórmula individual del rostro que no se revelará a nadie pero que, sin embargo, sabrá a bebida global y dulce.
Frente a este escenario distópico, pero hecho pasar por suavemente lúdico, o peor aún, por remedio inevitable para una atmósfera asfixiada, sólo habrá una forma posible de resistencia, y será afirmar sin demora el rostro motivado, el rostro incontrolable, el que es a la vez frágil y encantado, que puebla las calles, las plazas y los cafés, el rostro que aparece ante nuestros ojos no como un simulacro, sino como una encarnación, una persona que está hecha a imagen y semejanza de nosotres mismes, y sin embargo siempre diferente e impenetrable, no porque detrás de una barricada de números, sino porque detrás de una membrana de piel y significado, de grietas y besos, de guiños y actuación, no un rostro meta, sino un meta-rostro, el fin último de lo humano, un rostro al que admirar y proteger dentro de uno mismo, teniéndolo no como instrumento de acceso al cuerpo del otro para satisfacer el propio deseo ilimitado, sino como un fin sin más, un rostro amigo.
4. Referencias
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Dozio, N., Marcolin, F., Scurati, G. W., Ulrich, L., Nonis, F., Vezzetti, E., Marsocci, G., Rosa, A. L., y Ferrise, F. (2022). A design methodology for affective Virtual Reality. International Journal of Human-Computer Studies, 162, 102791.
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[1] Este ensayo es el resultado de un proyecto que recibió financiación del Consejo Europeo de Investigación (CEI) en el marco del programa de investigación e innovación Horizonte 2020 de la Unión Europea (acuerdo de subvención n. 819649-FACETS).
[2] Se trata aquí, por supuesto, de una referencia a la definición de la semiótica dada por Umberto Eco como «disciplina que estudia todo lo que puede [pero no debe] ser utilizado por mentir» (1975, p. 18); para esta cuestión, también se pueden consultar los siguientes trabajos: Leone 2004, 2023a, 2023b, 2024a, 2024b, 2024c. 2024d.
[3] La emergencia del retrato como modalidad de representación es antecedente, ya que muchas historias del arte coinciden en señalar que tuvo su cuna en Italia (por ejemplo, con Simone Martini, en 1317), mientras que los famosos Retratos de El Fayum datan de la época romana imperial, a partir de finales del siglo i a.C. o principios del siglo i d.C.; sin embargo, el retrato como modalidad de ideología de la representación se afirma con el concepto protestante de individualidad.
[4] Por metaverso se entiende aquí como un entorno tridimensional en línea en el que los usuarios representados por avatares interactúan entre sí en espacios virtuales presentados como desvinculados del mundo físico real.
[5] Consultable en: http://www.facets-erc.eu/. Última consulta: 17/01/2025.
[6] El término pancrónico se refiere a algo que abarca o trasciende el tiempo, es decir, que no está limitado a un período histórico específico y puede observarse o aplicarse a lo largo de todas las épocas. Es un concepto utilizado principalmente en disciplinas como la lingüística, la antropología y la filosofía para describir fenómenos, patrones o principios que permanecen constantes o que tienen validez en cualquier momento de la historia. Por ejemplo, una tendencia cultural pancrónica sería aquella que se manifiesta en todas las culturas humanas, independientemente del tiempo o lugar en que se desarrollen.