Olvidar los nombres

Forgetting names

Iñaki Rubio-Mengual[1]

Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibersitatea (UPV/EHU)

Palabras clave

Nombre
Narrar
Ausencia
Olvidar

Resumen: Desde mi trabajo en residencias de ancianos observando la gestión de la vida y sus límites, propongo indagar sobre situaciones en las que el nombre deja de funcionar, ya no hace lo que hacía, ya no refiere a una persona, o al menos, la persona ya no se siente referida por este. Nombres que no se usan, que no aúnan, que no nombran, pero que, sin embargo, contrastan con la necesidad de producir nombres para una época en la que los viejos no funcionan. Todo ello en aras de contar determinadas situaciones, figuras y experiencias que quedan fuera de lo que las ciencias sociales analizan. Un empeño que engarza con las preocupaciones de la revista, su trayectoria pasada y el futuro que hoy se abre.

Keywords

Name
Telling
Absence
To forget

Abstract: Through my fieldwork in retirement homes observing the management of life and its limits, I propose to investigate situations in which the name no longer works, no longer does what it did, no longer refers to a person, or at least, the person no longer feels referred to by it. Names that are not used, that do not unite, that do not name, but which, nevertheless, contrast with the need to produce names for a time when the old ones do not work anymore. All this for the sake of recounting certain situations, figures and experiences that remain outside what the social sciences analyze. An endeavor that ties in with the concerns of the magazine, its past trajectory and the future that is opening up today.

 

* Correspondencia a / Correspondence to: Iñaki Rubio-Mengual. Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibersitatea (UPV/EHU). Departamento de Sociología y Trabajo Social. Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación. Barrio Sarriena, s/n (48940 Leioa-Bizkaia) – i.rubio96@hotmail.com – https://orcid.org/0000-0003-4575-3180.

Cómo citar / How to cite: Rubio-Mengual, Iñaki (2024). «Olvidar los nombres». Papeles de Identidad. Contar la investigación de frontera, vol. 2024/2, papel 307, -14.

Fecha de recepción: junio, 2024 / Fecha aceptación: julio, 2024.

ISSN 1695-6494 / © 2024 UPV/EHU

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Creative Commons Atribución 4.0 Internacional

 

1. Introducción

Cuando recibí la invitación a participar en este número que inaugura una nueva etapa, me pregunté cómo la investigación que llevo entre manos podía aportar algo al largo recorrido que lleva una revista, sin embargo, recién reinventada. En primer lugar, pensé en el motivo que nos reúne en esta reflexión compartida y que simboliza esta transición, el cambio de nombre. En segundo lugar, en el hilo de la revista, la identidad, que ahora pasa a ser parte del nombre. Y en particular, en esas identidades otras, rotas, débiles, precarias, vulnerables, en el esfuerzo que supone acercarse a ellas, y en los límites y posibilidades de contarlas desde las ciencias sociales (Casado-Neira et al., 2021). Desde mi trabajo en residencias de ancianos observando la gestión de la vida y sus límites, pensé que tal vez sería interesante indagar sobre situaciones en las que el nombre deja de funcionar, ya no hace lo que hacía, ya no refiere a una persona, o al menos, la persona ya no se siente referida por este. Situaciones que nada tienen que ver con la exclusión social, con la marginación o la pobreza —aunque a veces se encuentran con ellas—, sino más bien con lo contrario: con el aumento de la esperanza de vida, con la cura de enfermedades en otro tiempo mortales y en fin, con la extensión cronológica de la vida de los individuos más allá de lo esperado (Baudrillard, 1980). Pensé en la experiencia de las personas que sufren demencias, en particular, la llamada enfermedad de ­Alzheimer.

La de Alzheimer es, en origen, una enfermedad moderna. Fue descubierta en 1906 por el neurólogo Alois Alzheimer y contra lo que se suele pensar, no siempre estuvo relacionada con el envejecimiento del cuerpo. Los primeros pacientes eran personas de mediana edad que encajaban en los tópicos desviados de la época: la ama de casa «histérica» y el obrero desclasado, expulsado del trabajo (Cohen, 1998). Sin embargo, no fue hasta la década de 1960 que la generalización de tecnologías clínicas de observación y representación como los modelajes genéticos, los escáneres de tomografía computarizada, la resonancia magnética y el microscopio electrónico permitieron retomar la investigación y localizar signos de la enfermedad mayoritariamente entre los ancianos[2] (Armstrong, 1983), señalando ahora su relación con las pautas demográficas que empezaban a extender la longevidad más allá de los límites de los períodos históricos precedentes para el grueso de la población. Fue, en ese sentido, una enfermedad que resultaba de la mejora de las condiciones de vida, de las políticas higienistas, del Estado Social y del progreso.

Hoy en día, la extensión de la enfermedad de Alzheimer la sitúa como uno de los problemas epidemiológicos más importantes para la salud pública en España. A pesar de que los sistemas de registro de diagnóstico no son del todo exactos, el Plan Integral de Alzheimer y otras demencias (2019) del Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social estima que la prevalencia de esta enfermedad:

ronda el 0,05% entre las personas de 40 a 65 años; 1,07% entre los 65-69 años; 3,4% en los 70-74 años; 6,9% en los 75-79 años; 12,1% en los 80-84; 20,1% en los 85-89; y 39,2% entre los mayores de 90 años. (…) El número de personas afectadas en España supera las 700.000 personas entre los mayores de 40 años. (p. 16)

 

2. Una residencia, muchos nombres

Las residencias de ancianos son paisajes tapizados por estas figuras. Tras 7 meses de trabajo etnográfico en una institución de 90 residentes, podría reproducir decenas de nombres con los que día a día compartí espacio, tiempo y conversaciones. Manuel, Josefa, Maria, Juan Andrés o Teresita. Nombres ficcionados, eso sí, por las exigencias éticas que comporta un trabajo en el que el investigador se inmiscuye en la vida de los demás, retratando sus rutinas, allí donde se visten, comen, se entretienen, ríen, duermen, lloran y en muchas ocasiones, con el tiempo, también se despiden y mueren. Detrás de estos nombres, ficcionados o no, hay historias más o menos convulsas o livianas. Algunas vidas felices, pero otras que comprometen itinerarios de exclusión social, de enfermedades físicas y mentales, de largas migraciones y retornos, todo lo que arrastra una ya larga vida ahora, allí, materialmente asegurada; y en muchas ocasiones, nada sencillas de retratar. Sin embargo, a medida que fui familiarizándome con ellos se volvía más patente la distancia que separaba a estos respecto a otros tantos residentes, normalmente ubicados en la primera planta del centro —la reservada para los no válidos—. Personas cuyo nombre no ficcioné, no por reservas éticas, sino sencillamente porque nunca los llegué a conocer o retener. Eran nombres que no se pronunciaban, porque las trabajadoras y visitantes asumían —tras cientos de intentos fallidos— que se habían desgajado de la persona a la que debían referir. Seguro que se conservaban en la memoria de los parientes, tal vez no en la de las trabajadoras[3], pero sin duda estaban inscritos en los registros de Servicios Sociales o del Sistema Valenciano de Salud, en las fichas prácticas que las auxiliares a veces usan como material de apoyo, o en su historia social. Pero en cualquier caso eran nombres pretéritos, que ya no nombraban, que solo confirmaban a la persona querida o cuidada como un extraño (Kleinman, 2019), y que no producían más reacción que cualquier otra palabra al azar. Eran personas con demencia en un estadio avanzado, la mayoría con la enfermedad de Alzheimer, que habían perdido la memoria, muchos también la capacidad de hablar y de moverse. No daban muestras de reconocer(se) —en un sentido llano y literal— a sí mismos y al pequeño mundo que quedaba a su alcance. No reconocían a sus hijos en las visitas, a los compañeros con los que compartían espacio todos los días, a las trabajadoras que les hablaban, levantaban, limpiaban y acostaban, los objetos cotidianos, ni siquiera su propio nombre y sus propias experiencias. Incluso el resto empieza a no reconocerlos a ellos[4].

Paul Ricoeur, en su libro El camino del reconocimiento (2005) atribuye al verbo reconocer tres significaciones muy relacionadas entre sí, pero que apuntan a distintas direcciones. Por un lado, el reconocimiento de las cosas, los objetos cotidianos que nos envuelven, sus usos, localización, significados subjetivos y el valor que le otorgamos. Por otro lado, el reconocimiento de uno mismo, la conciencia de la historia que narra la vida propia y las distintas experiencias sedimentadas a lo largo del tiempo. Y, por último, el reconocimiento de los otros, de aquellas personas que componen los estrechos círculos sociales en los que nos movemos como individuos: sus rostros, nombres, cuerpos y biografías. Las personas que estaban en el gran salón de la primera planta de la residencia mostraban haber perdido todo eso, haciendo del nombre (de los demás, de las cosas, y hasta el nombre propio) un dato poco práctico o superfluo.

 

3. Los signos de la ausencia

Para retratar estas formas de vida surgió la necesidad de enfrentarse a un cuaderno de campo complejo, repleto de descripciones que no daban cuenta de las personas como un conjunto, como hacen los nombres, sino como una sucesión de signos que expresaban un estado difícil de analizar. Las arrugas de la cara, la borrosidad del iris, el cabello si hay, el tinte, si no era completamente canoso. El vestido que solían llevar, a veces heredado de residentes que habían fallecido. También los gestos, algunos tan propios y perennes. La cabeza inclinada con la mirada perdida, fija en algún punto difícil de ubicar entre tantas otras caras enfrente, butacones, carritos y el vaivén de auxiliares uniformadas. Personas siempre durmientes, imperturbables casi como uno se imagina que es lo que los médicos definen como estado vegetativo (Bossi, 2018). Otros que parecen esperar algo que no depende de ellos, como un autobús que no pasa, y se retuercen e impacientan. Y también sonidos, cuando no gritos o llantos, que algunas de las residentes reproducían continuamente en forma de irrintzi, alientos roncos, u obstrucciones mucosas. Estos y otros signos sensibles se convirtieron en el material con que trabajar, buscando formas de retratar personas que ya no respondían a su nombre.

Comencé a pensarlos como los signos de la ausencia, las exteriorizaciones del vacío que impedía que la cosa y su representación (Terradas, 1992), la palabra y el cuerpo al que refiere, trabajasen del modo habitual. Momentos presumiblemente comunicativos que habitualmente no se tienen en cuenta y quedan reducidos a meros signos de la enfermedad (Kleinman, 1988). Más allá de cómo el aparato médico considera estas muestras sintomáticas de la propia enfermedad —de cómo las busca, las registra, las evalúa y asigna un grado—, vistas de ese modo formarían por sí mismas determinadas claves culturales que si bien no se pueden llenar de un sentido cierto, de nombre propio, sí podrían ser interpretables como señales que quedan en los territorios palabra. ¿Pero se pueden reconocer, integrar, comprender realidades cuyo nombre no funciona, y que ellas mismas han olvidado?

 

4. Nuevos nombres para mundos innombrables

La sociología, también las otras ciencias sociales, nacieron en una época en la que poner nombre a lo que no lo tenía era un requisito para producir realidad. Sin nombres no habría memoria, ni nada lo suficientemente relevante como para ser recordado. Solo procesos incompletos, que no llevaban a ningún lado. Hechos inclasificables, que no hacían sentido. Figuras abyectas, residuales, que custodiaban los afueras de la idea de sociedad (Gatti, 2009). Pero una vez puesto el nombre, la cosa se consagraba y era representable. Cogía entidad y ocupaba un lugar definido para las ciencias. Sin embargo, después asistimos a un contexto inverso, si no contrario: la producción de nombres que ya no pueden decir, o ya no saben decir, mucho sobre los problemas de nuestra época. Solo que ya no es como era (post-), que va más rápido o más allá que antes (hiper-), o que los viejos armazones y las viajas certezas se van al traste (des-). Ante esto, quizás debamos pensar en enfoques que trabajen sobre cosas que ya no son nombrables, que se saben no nombrables, que repelen su propio nombre, si es que un día lo tuvieron. ¿Es posible imaginar nombres que ya no buscan nombrar, que permiten pensar lo que no tiene nombre, contar lo que queda fuera de relato? (Terranova y Haraway, 2016).

El (re)bautismo —visto así, algo irónico— de la revista muestra la vocación por explorar esta paradoja. Y la conciencia de que ni la revista, ni los autores, ni sus temas son ajenos a ella.

 

5. Referencias

Armstrong, D. (1983). Political Anatomy of the Body: Medical Knowledge in Britain in the Twentieth Century. Cambridge University Press.

Baudrillard, J. (1980). El intercambio simbólico y la muerte. Monte Ávila Editores.

Bossi, L. (2018). Las fronteras de la muerte. Fondo de Cultura Económica.

Casado-Neira, D., Gatti, G., Irazuzta, I., Martínez, M., y Sáez, R. (2021). La desaparición social. Límites y posibilidades para entender vidas que no cuentan. EhuPress.

Cohen, L. (1998). No Aging in India. Alzheimer’s, the Bad Family and Other Modern Things. University of California Press.

Gatti, G. (2009). La materialidad del lado oscuro (apuntes para una sociología de la basura). En G. Gatti, I. Martínez de Albeniz y B. Tejerina (Eds.), Tecnología, cultura experta e identidad en la sociedad del conocimiento (pp. 1-25). Servicio editorial de la Universidad del País Vasco.

Kleinman, A. (1988). The illness narratives. Suffering, healing and the human condition. Basic Books.

Kleinman, A. (2019). The Soul of Care: The Moral Education of a Husband and a Doctor. Viking Editors.

Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social. (2019). Plan Integral de Alzheimer y otras Demencias (2019-2023). Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social.

National Institute of Ageing. ( 2023, Marzo 15). The National Institute On Aging: Strategic Directions For Research, 2020-2025. https://www.nia.nih.gov/about/aging-strategic-directions-research/understanding-dynamics-aging

Ricoeur, P. (2005). Caminos del reconocimiento. Tres estudios. Editorial Trotta.

Terradas, I. (1992). Eliza Kendall. Reflexiones sobre una antibiografía. Bellaterra.

Terranova, F., y Haraway, D. (2016). Donna Haraway: Story Telling for Earthly Survival. Centre national de la Cinématographie [documental].

 

[1] El presente artículo ha sido realizado en el marco del proyecto de investigación Vidas Descontadas. Refugios para habitar la desaparición social (PID2020-113183GB-I00), y con el apoyo del grupo de investigación Kontu Laborategia. El trabajo de contar en la investigación de frontera (GIU 21/002), así como del programa de Formación de Profesorado Universitario (FPU) del Ministerio de Universidades español.

[2] Según el National Institute of Aging (2022), se sigue utilizando la distinción entre demencias preseniles y seniles para manejar esta ambigüedad, pero usualmente se suelen atribuir al segundo rango. En cualquier caso, aunque tanto el Alzheimer senil como el presenil presenta una misma pauta anatomopatológica post mortem —lo cual elimina la edad como un indicador diagnostico—, permitió incluir a mayores de 65 años que, siguiendo el trabajo de Alois Alzheimer, habían quedado excluidos del diagnóstico y derivados a una categoría genérica ahora en desuso, la demencia senil. A partir de entonces, el hecho de que bascule hacia personas con mayor edad la plantea generalmente como una enfermedad asociada al envejecimiento del cuerpo, con posibles, aunque poco probables, manifestaciones tempranas.

[3] Solían recordar los de aquellas personas que habían ido enfermando después de ingresar, con más dificultad aquellos que ya entraron en un estadio avanzado de la enfermedad.

[4] En el libro titulado The Soul of Care: The Moral Education of a Husband and a Doctor (2019), Arthur Kleinman relata su conversión en cuidador de su mujer y compañera, Joan, rehén de un lento declive en el que se vio inmersa a causa de la enfermedad de Alzheimer. Para Joan, los lugares y caras conocidas, el que fuera su marido durante más de 30 años, la casa que habitó el último cuarto de siglo, se iban convirtiendo paulatinamente en efectos extraños, delirios irreales que le causaban un profundo tormento (p. 12). Algo similar sucedía a la inversa. Aquella mujer que, como define el autor, había sido el pivote de la familia y la carrera profesional de ambos, a golpe de grito, acusación y llanto se fue convirtiendo cada vez más en una extraña, tornándose más complicado reconocer bajo ese nombre y en ese cuerpo que cuidaba a la figura que echaba en falta, su mujer.